Julián Centeya

Nombre real: Vergiati, Amleto Enrico
Seudónimo/s: Julián Centeya y Enrique Alvarado
Poeta y letrista
(15 octubre 1910 - 26 julio 1974)
Lugar de nacimiento:
Borgataro (Parma) Italia
Por
Nicolás Foti

uando mi amigo García Blaya me sugirió escribir para la página web de Todo Tango la biografía de Julián Centeya, me invadió una doble sensación: de angustia y de alegría.

De alegría porque significaba rescatar del injusto olvido a un gran personaje, a un gran tipo, por quien siento profunda admiración y respeto, y que es, sin dudas, uno de los responsables de mi vocación y fanatismo tangueros. De angustia por su envergadura y la escasa información que, lamentablemente, puede encontrarse del mismo. Y además porque pienso que un relato biográfico debe ser escrito con rigurosa objetividad y sin pasionismo. Cosa que no sucede en este caso y desde ya pido disculpas por ello.

En mi opinión Centeya es uno de esos rara avis que sólo se dan en lo que es su hábitat natutral: Buenos Aires. Como Carlos de la Púa, Celedonio Flores, Aníbal Troilo, Enrique Cadícamo, Homero Manzi y otros pocos sin olvidar a Enrique Santos Discépolo.

En la primera década del siglo XX su padre Don Carlos Vergiati era periodista del diario Avanti, que se editaba en Borgataro, provincia de Parma (Italia). De ideas y actividad anarquistas se vio obligado a huir del régimen fascista y se trasladó con su familia a Génova. Esa familia la integraban su esposa Amalia, dos niñas , el pequeño Amleto y un perrito llamado Cri-Cri. Julián los evoca en sus versos “Mi viejo”, un lacerante relato de la decisión paterna de fugarse de Italia, el 14 de abril de 1912.

Vino en el Comte Rosso: fue un espiro
tres hijos, la mujer a más un perro
Como un tungo tenaz la fue de tiro
todo se lo agunto: ¡hasta el destierro!


El pequeño Amleto sólo tenía algo más de un año, pero su recuerdo de ese espiro permaneció siempre vivo. Como viva permaneció la figura paterna que recala en San Francisco (provincia de Córdoba), donde don Carlos trabaja como carpintero ya que su desconocimiento del idioma no le permitía ejercer su profesión de periodista.

En setiembre de 1923 se trasladan a Buenos Aires, deambulan por varios conventillos hasta asentarse en Parque de los Patricios. Amleto cursa la escuela primaria en el Colegio Abraham Luppi, en Pompeya. Su compañero de banco fue Francisco Rabanal, el mismo que con el tiempo sería Intendente de la ciudad de Buenos Aires.

En el colegio Nacional Rivadavia (esquina de las calles Chile y Entre Ríos), intenta proseguir sus estudios secundarios, pero al cursar tercer año es expulsado por mala conducta. Entonces se enrola en la «escuela de la calle» y vive un tiempo cerca de Chiclana y Boedo.

Desde ese momento, comienza otra historia; la de su condición de habitante del barrio de sus amores y sus desencuentros: BOEDO.

Se transforma en parroquiano esencial de aquellas veredas y aquellos adoquines que ya no están. Como tambien lo eran sus hermanos en el afecto Homero, Cátulo, César Tiempo y otros grandes como él. Aquel Boedo, que para Julián no nace en Rivadavia como indican los planos municipales, sino en Independencia, cruza San Juan y muere en Puente Alsina después de atravesar Chiclana. Esa fue su verdadera «via appia» que modeló finalmente su incipiente condición de porteño «pero de Boedo».

Que no haya nacido en Boedo importa poco o nada; Julián vivió (del tiempo «respiratorio» del verbo vivir) en Boedo y fue suya la aventura de transitar los paisajes que Homero Manzi devolvió en “Sur”. Y así, le verseó a su barrio querido, aquel del ancho cielo compartido que un día se les haría canción:

Enumero un ordenación de esquinas contra el cielo,
desando lonjas de calles con memorias,
me instalo en patios familiares, íntimos,
procuro una sucesión de horas,
me detengo en una desangrada tarde,
de antiguas imágenes me renuevo,
reconstruyo albas,
fijo noches habitadas de arboles en silencio,
de retazos de lunas caminadoras,
de almacenes brumosos como puertos
y un viento sin donde me pone entre las manos
la voz gemidora
de una guitarra goteándome un tiempo
de ochavas y de hembras
Entonces me nace el compadre de adentro
y bato esta sed que me crece de carne
pa'ver si se enteran que yo soy de Boedo.


Después deambuló por mil asentaderos familiares, pero su cuore siempre latió más fuerte en el barrio de sus aventuras y desventuras, de los reñideros y otras timbas, y el de Celina, la rubia que tanto amó.

Para Amleto, el tanito que en 1912 bajo del Comte Rosso sin llegar a tener dos años, recalar en Boedo fue equivalente a ver la luz la prima volta. Y es en el ámbito de esa ciudad, dentro de la gran ciudad, donde pergenia su primera milonga y adopta para si el nombre del personaje que lo haría, para muchos, inmortal: “Julián Centeya”, con música de José Canet (1938).

Me llamo Julián Centeya
por más datos soy cantor
nací en la vieja Pompeya
tuve un amor con Mireya
me llamo Julián Centeya
su seguro servidor.


Y allí nace el mito, la adopción de ese contundente apodo es la partida de defunción del tano Amleto Enrique Vergiati.

El engrupe de amor que pasa por Corrientes y Esmeralda (que bien el viento en la blusa, que bien la boca pintada) lo hizo centrero. Pero sólo fue un pasajero de las luces malas del centro que no le hicieron meter la pata... ¿o sí...?

Su pertinaz inclinación a la bohemia destruyó su matrimonio con Elena Gorizia Vattuone, hermana de la cancionista Nelly Omar.

El recuerdo de la enfermería de Jaime fue su primer trabajo poemario (1941), firmado bajo su otro seudónimo: Enrique Alvarado. En este incluye el tema “Sigo pensando en vos, negro” dedicado a Louis Amstrong, que luego fuera grabado utilizando como fondo de su voz el sonido de la maravillosa trompeta del destinatario del poema.

En La musa mistonga (1964) incluye unas estrofas que son un vivo retrato de si mismo:

Yo canto en lunfa mi tristeza de hombre
ando la vida con mi musa rante
ella es asi de maleva y yo atorrante
camina a mi costado y tiene un nombre
nació conmigo en Boedo y Chiclana
y se hizo mansa a juego de palmera
nunca una bronca, siempre cadenera
vivo con ella muy a lo banana.


Su dominio del lunfardo, tanto escribiendo como hablando, permite la comparación sin desventaja con Celedonio, Carlos de la Pua, Daniel Giribaldi y otros.

En 1969 se publica su libro La musa del barro, que incluye sus poemas de homenaje a Aníbal Troilo a Juan Bertana y a Barquina ese otro fantástico personaje que con el viejo Pepe Razzano nunca faltaba a la cita nocturna (de “A Homero” de Cátulo Castillo).

Graba para RCA-Victor esos poemas y otros dedicados a Arolas, Celedonio , Discépolo y otros grandes e incluye “Atorro” donde relata su gris soledad, su tristeza y su ausencia de si mismo.

En mi opinión esta es su mejor obra. El prólogo del libro, escrito por César Tiempo, es sin dudas la más elocuente biografía de Julián.

Por su extensión escapa a la intención de este trabajo, pero recomiendo enfáticamente su lectura. El párrafo final es el siguiente:

San Julián Centeya, todas las botellas que arrojasrte al mar, todas las palomas mensajeras que lanzaste a las tinieblas, todas las voces que alzaste en el desierto, todas las palabras vulgares con que embelleciste las cosas sagradas, las cosas vulgares, todas, todas, llegaran a destino. ¡Qué Dios nos oiga! embelleciste las cosas sagradas, con que embelleciste las cosas vulgares, todas, todas, llegarán a destino ¡Qué Dios nos oiga!

Como no podía ser de otra manera, incursionó, como autor, en la temática tanguera; sus obra más conocidas son “Claudinette” con Enrique Delfino, “La vi llegar” y “Lluvia de abril” con Enrique Francini, “Lison” con Ranieri, “Más allá de mi rencor” con Lucio Demare, “Julián Centeya” con José Canet y “Felicita” con Hugo del Carril.

En su única novela, El vaciadero (1971), mostró la cruda realidad de los marginados, de los «quemeros», una llaga viva que aun perdura. Es coherente con su filosofía existencial cuando dice: «Para escribir hay que vivirla; si no nos acunamos en el camelo literario».

Horacio Ferrer, además de los datos biográficos ya expuestos lo ubica «dentro de la corriente de escritores en el Boedo de 1925, que transmutó el «sermo afanaris» del lunfardo en literatura con dimensión de escuela y es, junto a Cátulo Castillo, Juan Carlos La Madrid y Juan B. Devoto, la figura más trascendente dentro de su promoción contemporánea».

Ferrer transcribe párrafos que Centeya incluyó en el prólogo de La musa mistonga:

«Lunfardo que me dio la calle, no leído en letras de tango ni memorizado del sainete, evadido de celdas, bulines y conventillos, en demoras de boliche, en la racalada amistosa del feca...» y continua afirmando que Julián «más que conocedor es baqueano, mejor que habitante es materia y espiritu de Buenos Aires».

Relata también las incursiones radiofónicas por casi todas las emisoras porteñas, particularmente en Radio Colonia (con su programa: En una esquina cualquiera) y en Radio Argentina (Desde una esquina sin tiempo) y también sus notas para los diarios Crítica, Noticias Gráficas y El Mundo y los semanarios Sábado y Prohibido.

Se nos fue una «cheno» de descuido, aquella del 26 de julio de 1974... con una sonrisa amarga y dulce a la vez, y para pintarlo entero, nada mejor que sus palabras al médico que lo asistía en el final, a quien tomando su mano le dijo: tordo, a usted que lo aprecio tanto le dejo el triste recuerdo de ser el último que apretó mi mano, gracias y perdón y cerró sus ojos para siempre, pensando, seguramente si me voy piola / en el finirla está la salvada / llevo conmigo mi alma cansada / que hace diez siglos / no quiere lola.

Se nos fue pero... ¿se nos fue? O sólo se fueron sus huesos, sus angustias y sus arrugas?...