Por
Héctor Ángel Benedetti

l 15 de mayo de 1998 hubiera cumplido cien años. Para la historia, un siglo es casi nada, un suspiro, apenas. Imaginemos, entonces, lo que es en un artista: teniendo en cuenta que casi todo el mundo se muere antes, menos suficiente le resulta aún. Pareciera ser éste un preámbulo para cualquier biografía, y quizá así lo sea, en contadas ocasiones adquiere tanta verdad como en la de Francisco Nicolás Pracánico.

Al porteño de hoy tal vez le cueste imaginar a la ciudad de San Fernando como un pueblo de campo apartado de Buenos Aires, tanto nos hemos acostumbrado a interpretarla como una prolongación de Buenos Aires, con edificación continua y sin un asomo de Pampa Húmeda. Pues bien: hacia 1898 era un paraje remoto, una antesala al Delta. Más al Norte estaban el Tigre y el río que llevaba otro nombre. Otros pocos villorrios más o menos cercanos eran San Isidro y San Martín, recién fundados y con jueces de paz como representación de la ley.

En aquel San Fernando nació. Puede soñárselo de pibe en una tarde lejana, contemplando desde la barranca un carguero que lento y colmado remonta el Luján, sería darle a su semblanza un cariz excesivamente romántico, pero es probable que aquella tarde haya existido.

Aunque a decir verdad no hubo demasiado tiempo en su infancia para las barrancas y los cargueros. A los ocho años debió dejar la escuela para ayudar a la economía del hogar como lustrabotas. Descubrió la música en la calle, al matar las horas sin clientes con una armónica. Uno que pasó por ahí le dio una flauta. Otro, una guitarra. Y un vecino generoso le regaló un piano que estaba a la miseria. Con él aprendió música y también restauración: para que las teclas volvieran a su posición una vez oprimidas, tuvo que ingeniar un sistema de elásticos para cada martillo.

Debutó en un cine con café de San Fernando, donde trabajaba de lavacopas. El pianista de la sala había faltado y el público se impacientaba amenazando la integridad del local, y ante la desconfianza del patrón, un señor Lamberti (desastre por desastre... habrá pensado), el muchacho salió a reemplazarlo. El año, 1913; el tango, “El Caburé”.

Pocos meses después ya ganaba 150 pesos mensuales en el Cine-Teatro Variedades. Su primera composición, el tango “Monte protegido”, es de esta época y de este lugar. Se estrenaría en el Círculo de Obreros. Del Variedades fue asimismo su primera orquesta, que integraban sus dos hermanos en bandoneón y violín, Moncagatti en contrabajo, Scagliotti en violoncello y él como pianista y director.

Escribieron los hermanos Bates que «... tal orquesta se conocía con el nombre de Pancho, no sólo porque su director era Francisco, sino, razón más poderosa, que había cierta semejanza entre Pancho y Paco, el nombre de batalla del ya popularísimo Juan Maglio».

Llegó a la ciudad de Buenos Aires en 1919 para actuar en el Bar Domínguez como pianista del conjunto de Augusto Pedro Berto. Se desvincula para armar otra orquesta propia y con ella recorre el Jockey Club, el Tigre Hotel, el Conte de Mar del Plata y el Chantecler.

Acompañó a Azucena Maizani en la inauguración del Astral y luego secundó los trabajos de las cancionistas Mercedes Carné, Ada Falcón y Carmen Duval.

Todas sus composiciones son páginas memorables, dotadas a menudo con una melodía afligida de rara y preciosa nostalgia. Después de aquel “Monte protegido” dio a conocer “Pampa”, y desde entonces no se detuvo su producción. Maurice Chevalier le estrenó en 1925 su “Tango porteño”, con letra de Manuel Romero (Tango porteño, tango divino,/tu melodía es mí obsesión..., canta Carlos Gardel en el disco Odeón nº 18.299).

En un concurso de la empresa Max Glücksmann ganó el segundo premio con la ranchera “Hasta que ardan los candiles”. Hizo entre otras las músicas de “Alhucema”, el homenaje “Ciudad de San Fernando”, “Cuentas claras”, “Dejá nomás que se vaya”, “El cielo en tus ojos”, “Enfundá la mandolina”, “Hijo del fango”, del que hay una excelente versión por el Ignacio Corsini de 1931, “Los muñequitos”, “Milonga para Carriego”, “Nicanora”, “No volverá a tu barrio”, “Soy cantor”, “Tatita”, “Trapito”; el chamamé “Corrientes Poty”, un par de éxitos del repertorio de Magaldi, como “Afilador” y “Martín Pescador”, los temas con versos de Celedonio Flores, como “Corrientes y Esmeralda”, “Mentira”, “Si se salva el pibe” y “Te odio”; otros rimados por Verminio Servetto, como “Madre”, “Perdóname Señor”, “Pobres flores” y “Sombras”; las zambas “El corazón me robaste” y “Aunque me cueste la vida”, en las que probó que también podía ser poeta, y “Malhaya mi suerte”, grabada por el dúo Gardel-Razzano. La lista se extiende con generosidad.

Hoy es recordado antes como autor que como intérprete, seguramente a causa de lo difícil que es encontrar los discos de su orquesta. Grabó para la marca Electra, dejando en la placa 722 sus dos primeros registros, ambos de 1926; los tangos “Violetita”, de Hermes Peressini y Paco Ruiz Paris (matriz 166) y “Abuelito”, de Alberto Laporte, Eduardo Trongé y Carlos Cabral (matriz 167). En la misma sesión, cuya fecha exacta ignoramos por carecer del libro ordinal el registro, Pracánico graba “Dulce cariñito”, tango de Alberto Améndola (matriz 169). La inclusión de un tango de Améndola no es casual ni obedece a una elección propia del repertorio, él era dueño del sello discográfico y su hijo Atilio sería más adelante director artístico. (Nota de la dirección: Nos aclara nuestro amigo y colaborador Christoph Lanner que, según los registros del Depósito Legal el compositor del tango “Dulce cariñito” es Atilio Améndola).

Pero detalles como éste aparte, desde la grabación inicial de Pracánico se nota el avance mismo de sus condiciones de director y un correcto arbitrio para escoger autores: junto a los temas y arreglos propios, desfilan composiciones de Eduardo Arolas, Rafael Iriarte (El Rata), Vicente Greco, Rodolfo Sciammarella, Ángel D'Agostino y demás atriles; varias veces, hasta los de sus músicos.

Formaron este conjunto Francisco Pracánico en el piano y la dirección, Gabriel Clausi (Chula) y Domingo Scarpino en los bandoneones, Manlio Francia y Elvino Vardaro en los violines y Angel Moncagatti en el contrabajo. Léase de nuevo este cuadro: es cierto, hubo una vez en la historia del tango en que se juntaron todos estos profesionales de primer orden, y ocurrió en la Típica Pracánico.

Pero en Electra, recién hacia 1927, las grabaciones se hicieron realmente eléctricas (el nombre era un presagio o un ardid publicitario, porque todavía se hacían con el viejo sistema acústico) y se impuso el empleo del micrófono en lugar del megáfono. Las matrices presentaban ahora un sonido de elevada fidelidad, insospechado en las anteriores, que obligó a cambios más allá de los propios de la nueva técnica.

En efecto, influyó hasta en la forma de ubicarse en el escenario Pracánico mantuvo inalterable su estilo, emparentado con el de varias orquestas de ese entonces, propicio tanto para los bailarines como para los que deseaban escuchar en la tranquilidad de sus hogares del disco de moda.

El técnico de sonido era Alfredo Murúa, pionero de nuestro cine sonoro. El director artístico de la casa ya era el mismo Pracánico, quien continúa grabando hasta el disco 771 (“Te están esperando”, tango de Pracánico, “Esta noche me emborracho”, tango de Discépolo). Agradezco a Fabio Cernuda todos los datos discográficos aquí citados.

Como si todo esto no bastara para conformarlo, él artista de sana insatisfacción, dejó también sus huellas por la cinematografía. Aparece con su orquesta en Monte criollo, de Arturo S. Mom, película para la que compuso dos tangos: el del título, que cantó Azucena Maizani, y “Muchacho del cafetín”, hecho en otra escena por Florindo Ferrario. Los versos fueron de su música en Sábado a la noche, cine(1960).

El inolvidable Pancho, que legara a la ciudad de Buenos Aires la certera exaltación para una de sus más representativas esquinas, murió el 30 de diciembre de 1971. Y en esa esquina, Corrientes y Esmeralda, que hoy llora el alejamiento de cacatúas que soñaron tener la pinta de Gardel, en esa esquina —digo—, en la que ya no está el cajetilla que calzó de cross a guapos que amainaron, ni aparece Milonguita llevando un atado de ropa plebeya, todas, todas las noches en que pase la rante canguela, alguien dejará caer como en un tiro de generala el nombre querido de Francisco Pracánico.

Publicado en la revista Tango XXI, nº 13, septiembre de 1998.