Por
José María Otero

ació en Elba, la itálica isla mediterránea situada entre Córcega y la Toscana, donde fuera confinado Napoleón en 1814. Concretamente en su capital, Portoferraio, donde los Bigeschi Della Serra lucían blasones guerreros y eclesiásticos y aún conservan su casa-museo, un palacete con cuadros de los ancestros de títulos nobiliarios, aunque el piccolo Alfredito se crió en una casita proletaria, a la vuelta del palacio.

Cuando contaba 12 añitos, sus padres emprendieron el camino de América con valijas flacas atadas con correas y muchas ilusiones, llegando a puerto el 27 de abril de 1920. Siendo ya mayor añoró una y otra vez aquellas escalinatas de adoquín que subía airoso con su pandilla, y por fin, su sueño se hizo realidad cuando en 1960 el diario Crítica lo mandó a cubrir las Olimpíadas romanas. Allí volvió a sentir el aroma del pulpo cocido en bidones en los aledaños del puerto, retrepó la antigua escalinata contigua a su casa y reconstruyó la infancia perdida en el lejano Mediterráneo que ya no volvería a merodear.

Su incrustación en el Nuevo Mundo arrancó en la isla Maciel, junto a inmigrantes, aventureros, obreros portuarios y de la construcción, «la runfla calavera de El Farol Colorado», o los sustratos del hampa que lucían sus cortes y quebradas en el recreo El Pasatiempo. Años duros, bravíos, más todavía para un chiquilín que no dominaba el idioma y que se topó bruscamente con la repentina ceguera del padre por lo cual debió arremangarse y salir a ganar el mendrugo diario.

Aunque abandonó el colegio, nunca dejó de leer, hasta sus últimos días y ello le facilitó el manejo de la lengua, los giros porteños y el descubrimiento precoz del naciente tango, el sainete y el costumbrismo local. Siendo monaguillo en Elba, el párroco descubrió su afición por la escritura y fue quien le recomendó leer mucho, consejo que seguiría a rajatabla y que le permitiría en poco tiempo colaborar en modestas publicaciones y hasta obtener un carné de periodista de El Poder de la Isla Maciel como reporter social, aporteñándose definitivamente.

A dos años de la llegada, la familia se traslada a La Boca (Olavarría al 1000) y allí se vacuna para siempre como fana del equipo azul y oro y con el tiempo entablaría amistad con figuras como Cherro, Sarlanga, Valussi o Lazzatti. Su iniciación como poeta lo emparenta con Manzi o García Jiménez que anduvieron el mismo camino: letrista de las famosas murgas boquenses de la época, el barrio donde nació el carnaval. En esa fiesta de los pobres fue burilando su destino de poeta popular, sencillo, romántico.

Con 16 años y gracias a un calabrés, amigo de su padre, conoce al famoso Juan Maglio y le aporta unos versos a los cuales Pacho le pone música y así nace “Tango argentino”, dedicado al Intendente Municipal José Luis Cantilo, que estrena Ignacio Corsini a comienzos del 29 y Gardel entusiasmado, grabaría el 11 de diciembre de ese año. Con Pacho compondría otros 7 temas, entre otros “Guarany” y “Siete palabras”.

Gardel invita a los autores a viajar con él a Rosario y Casilda, y Bigeschi me contó que una noche, cenando en Chanta Cuatro, unos amigos le pidieron a Gardel que cantara algo y cuando vió sentado en una mesa vecina al joven letrista, cantó a capella “Tango argentino”, para regocijo de éste.

En 1933, con el bandoneonista Miguel Bonano, compuso otro tema de impacto: “La novena”, que cantaron numerosos intérpretes y Rodolfo Biagi lo consolidaría en 1939 con los versos recitados por Teófilo Ibáñez. Paralelamente avanza en su oficio de periodista, destacando en La Canción Moderna, El Alma que canta y dirigiendo El Canta Claro varios años, para después pasarle la posta a Alberto Cosentino, el autor de “Quemá esas cartas”. Desde su primer título: “Tenorios de mi barrio” hasta el último “Aquí parado en la esquina”, sumó unos 260 títulos registrados y muchos desperdigados.

Colaboró con músicos como Enrique Rodríguez en “Te quiero ver escopeta”, “Contigo pan y cebolla”, “Viva el carnaval” y “Mi muñequita”. Con Eusebio Giorno “Ay Catalina” y “Se va Pirulo”. Con Bonano además de “La novena” (impresionante la grabación de Oscar Alonso con la orquesta de Héctor Artola y el coro de Fanny Day), también hicieron “La canción de la ribera” y “Tardes porteñas”. Registró temas con los hermanos D’Alesandro, Agustín Irusta, Domingo Conte, José Otero, Vicente Salerno, los hermanos Edgardo, Osvaldo y Ascanio Donato, Alberto Soifer, los hermanos Servidio, Rafael Rossi, Scolati Almeyda, Graciano Gómez, Juan Martí, Virgilio San Clemente y Abel Olmedo entre otros.

Curiosamente le dedicó un tango al gran rival: “River Plate” con Francisco Rofrano; “Campeón”, a su club Boca Juniors, campeón de AFA de 1931. En varios temas compuso la letra y la música.

Fui compañero suyo durante unos 12 años en el diario La Razón y, pese a la diferencia de edad, me acercó su calor humano y pude bucear en su obra y sus avatares. La noche que se casaba con la porteña hija de sorrentinos, Carmen D’Angelo, en agosto de 1933, Edgardo Donato le estrenaba “La novena”. En su casa de Barracas, en la calle General Hornos, tuvieron dos hijos, Dina —maestra— y Alfredo —médico— y hasta un nieto.

Yo le decía que de sus tangos me encantaban “Que podrán decir”, gran creación de Castillo con Tanturi y “Caricias” por Vargas con D’Agostino, que en Nueva York grabaría con éxito la orquesta de Enrique Méndez con la voz de Blas Hernández. A él le gustaba mucho la versión de Mercedes Simone que también le registró “Fotogénico”.

Pero la labor de Bigeschi fue mucho mas allá del tango. Hizo boleros como “Nuestro fracaso” que escribió para Leo Marini y armó el conjunto Tradición Nacional que recibió grandes plácemes en Radio del Pueblo. También creó los tangos teatralizados con el nombre de motivos populares que fue otro golazo. De ahí saltó a la radionovela, con tanta aceptación, que las emitían simultáneamente las radios Belgrano, Municipal y Mitre. En 8 años registró 36 títulos en Argentores. Fundó la revista Radiocine y editó el libro Motivos populares.

Estuvo en La Razón hasta que una hemiplejia le marcó la retirada. La muerte de algunos amigos, la pérdida de su querida casa de Barracas y, finalmente, otro derrame cerebral en la Mar del Plata que tanto le recordaba a su Elba natal, fue el último y decisivo golpe. Al dejar la casa de General Hornos escribió el vals “Adiós a la casa vieja” que musicalizó y grabó el cantor Pedro Ortiz. Ahí estaba dibujado su estilo de poeta sencillo, romántico y nostálgico. «El de aquel chico inmigrante de 17 años al que Gardel le cantó esos versos: Se ganó el cariño de la muchachada, / que en una cortada le dio el corazón...»