El cielo era apacible de estrellas recamado
la luna sus fulgores hundía en el confín;
cuando una sonatina de arpegio delicado
brindaba a mis oídos tu violín.
Tus ojos, al arrullo de aquella melodía
los vi por vez primera sus lágrimas volcar,
y luego con extraña melancolía
tú me hilvanaste este cantar:
Acúname en tus brazos, vida mía;
negrito de mi alma, déjame soñar…
Qué bien que se descansa en tu regazo;
quisiera de este sueño jamás despertar.
Te juro, tengo miedo de perderte,
me abruma el pensamiento y no sé qué hacer;
siempre a mi lado quisiera verte,
darte mis besos, darte mi vida,
vivir la gloria jamás sentida
que son los sueños de esta mujer.
Mas fueron tus palabras tan falsas como huecas
que al fin, en el transcurso del tiempo avaloré;
y aún no me convenzo al ver que están resecas
tus flores pasionarias que yo amé.
Hoy ya que nuestro idilio, para desdicha mía,
se epilogó de un modo que yo jamás creí,
delirio con aquella tu melodía
que en una estrofa se oía así: