ste es un relato que me llega, digamos, de familia. En él se aúnan recuerdos de mi abuelo, mi tío, mi viejo Enrique y amigos comunes de todos ellos.
En primer lugar, deseo mencionar que ya a fines del siglo XIX mi abuelo surtía de pizza a todo el Mercado de Abasto y que mi tío, al igual que la vieja, nacieron frente a ese emporio de muchas cosas, entre otras, del trabajo.
Para ese entonces la zona era uno de los sitios más peligrosos de la naciente urbe proletaria. Las crónicas resaltan –por ejemplo- que para 1901 se enfrentaron a cuchillo limpio, Juan Carlos Argerich y José “Cielito” Traverso. Mi abuelo Pedro intentaba siempre en su cuarto de lengua castiza, explicar lo que él recordaba de ese entrevero. Decía que la pelea había sido por cuestión de “soldi”; porque al no haber querido Argerich pagar, el “Cielito” se cobró con la vida del deudor y agregaba “O pobera América li”, según versión fonética que mis oídos han retenido y que nunca entendí o mejor dicho, si comprendí, preferí ignorar.
El Nono solía ir al O'Rondeman a tomar su consabido “Pineral”; sana costumbre que por suerte heredó su nieto, quien todavía hoy le sigue agradeciendo al abuelo, haberlo iniciado en el culto de rendirse ante la bebida que elaboraba Pini Hermanos.
Algunos amigos de mi tío, algo mayores que él y a los que yo conocí al frisar ellos los cincuenta años, eran en aquel entonces “peones de mudanza” y nunca dejaron de usar la faja negra alrededor de la cintura. Eran bastante “roperos” y, según mi viejo, muchachos de no achicarse ante cualquier parada.
Frecuentaban los boliches del Abasto, donde “chupaban” su copita o copitas, no recuerdo exactamente el término y en las fondas del lugar se comían sus buenos pucheros y “minestrunes”.
Uno de ellos, el rubio Emilio, contaba haber estado presente el día en que en la casa de Gigena de la calle Guardia Vieja, célebre arteria porque en ella nació mi “Mama”, se encontraron Carlitos y el “Oriental” Razzano. “El Morocho” jugaba de local, pues el otro era de Balvanera Sur, una zona donde según se decía, la gente era algo más tranquila que la del Abasto.
Sin embargo, contaba Emilio, el día del encuentro, la mayoría de los presentes estaban “calzados”. El primero en cantar fue Razzano y tan pronto terminó de hacerlo, “El Morocho” se levantó de su asiento y le extendió la mano, después de lo cual se volvió y le dijo a Emilio que lo había seguido: “¡Este sí que canta lindo!”. Cada vez que recordaba el “sucedido”, al “Rubio” le temblaba la voz y decía más o menos esto: “Carlitos era tan grande, pero tan grande y tan humilde, tan humilde, que desde purrete no sentía mayor felicidad que ser cordial con la gente que lo prendaba.”. Y así debe haber sido no más. ¡Lo decía Emilio! Después cantó Gardel y el “Oriental” se entusiasmó tanto que la noche terminó a puro vino, ginebra y mate. Se cuenta que días después, la escena se repitió en el boliche “El Pelado”, en Balvanera Sur, pero en esa Emilio no estuvo.
Otro habitué de la rueda era Primo Gómez, de quién mi tío Luis, sentado frente a un “Branca con soda”, contaba que también fue amigo de Gardel y que solía decir que “por esos tiempos deambulaba por el Abasto un mocito francés cantando sentidas canciones. Era un pibe pintón, de pantalones cortos, siempre jovial”. Primo era hijo del dueño de la empresa de mudanzas donde trabajaba el “Rubio” y decía que habían sido ellos quienes, mucho tiempo después, hicieron la mudanza de Gardel y su madre, a una casa de la calle Jean Jaures”. Sentía gran aprecio por Carlitos –así lo llamaba él- y el muchacho le correspondía. Todo esto lo contaba mi tío Luis, de profesión bombero primero y luego taxista.
A don Generoso Albi, un señor ya mayor que tenía mucha afinidad con mi viejo y el hermano menor de Primo, don Amable Segundo Gómez, lo escuché contar cosas sobre Gardel en la cocina de la casa de éste, allá por Floresta, donde mis padres alquil