Por
El ex de Gardel, a media luz
oy me resulta claro que las excursiones prematuras por la noche de Buenos Aires, guiado siempre con el busca huellas de mi tío Alejandro Berruti, me depararon encuentros sorprendentes. No sólo por la chapa que lucían esas figuras sino también, por el abismo cronológico. Yo esperaba con avidez tropezar con monstruos sagrados que conocía por su ya remota fama.
Una noche de otoño, supongo que a mediados de los 50 —yo andaría por los 15 o 16 años—, al pasar por la confitería de Corrientes y Paraná, hoy la Premiere y creo que por entonces también, de una mesa ubicada sobre el ventanal que mira a Paraná, dos señores lo llamaron a mi tío. Como por entonces ese local era coqueto, penumbroso y de trampa, Alejandro me miró y vaciló, pero entramos.
Después del clásico «mi sobrino» nos instalamos con ellos. Cuando me los presentó, me sentí de alguna manera un privilegiado. El que parecía mayor, impecablemente trajeado de oscuro, camisa blanca de seda, corbata al tono con pintas rojas y el infaltable alfiler que en este caso lucía un pequeño rubí, rollizo, de gran papada, pelo blanquísimo y muy cordial, era José Razzano. Sí, el de Gardel. Me quedé mudo. Creo que yo lo hacía muerto hace tiempo. Conversador y con visible cancha porteña, se divertía con mi estupor y me estudiaba con detenimiento.
El otro, más taciturno, igualmente impecable dentro de su sarga inglesa gris perla, camisa de voile celeste y perlado también el alfiler que sostenía su corbata de seda azul, fumaba en una boquilla Dunhill con virola de nácar. Su nombre, Carlos César Lenzi, autor de la letra del célebre tango “A media luz”.
Encontrarlos juntos parecía el sueño del pibe. Pese a mi edad, yo era un tanguero entusiasta y gran admirador de Gardel, en cuanto al tema del “gato de porcelana pa´ que no maúlle al amor”, fue uno de los que acunaron buena parte de mi infancia desde la radio.
Los tres veteranos se trenzaron a charlar de tango y teatro, pasaron lista a los ausentes vivos y muertos, se preocuparon por los enfermos y tomaban copetines en delicadas copas flauta, el trago que todavía perduraba en las confiterías porteñas. Yo los estudiaba con fruición, aprovechando la poca bola que me daban. Razzano era sanguíneo, vital, muy tano, tenía nariz chica pero aguileña y boca diminuta, ideal para la caricatura, tendía a monopolizar la conversación. Lenzi, casi su contrario, era de tipo bilioso, más callado y discreto, ponía algún bocadillo, miraba con aire melancólico por la ventana y fumaba mucho. Mi tío, de gorra común y un saco sport medio gastado, parecía un empleado de escaso rango de esos dos cajetillas.
Después de un rato, me cansé de oír cosas que no podía descifrar. Ellos hablaban en código y pasaban como una exhalación SADAIC, el Teatro Apolo, Iris Marga, Argentores, La Casa del Teatro y desde luego, la situación política: supongo que esta escena transcurría un poco antes de la caída de Perón.
Como la Premiere era sin duda un cauto sitio de levante, entre las luces rojas y azuladas empezaron a ocupar las mesas algunas señoritas solas. Eran más bien tirando al tipo Divito, pero menos acentuado: pollera tubo a la rodilla, zapatos de taco alto y pulserita en el tobillo, medias con costura y cabelleras rubias, rojas o morenas peinadas con mucho armado. Lucían bastante ferretería y casi todas fumaban.
Lógico, me puse a mirar a una que tenía justo enfrente. Ella no generó ninguna situación nítida pero me sonrió divertida, a la vez que evaluaba la capacidad adquisitiva de Razzano y Lenzi, mi tío no parecía interesarle tanto. Como las miradas seguían, Razzano se dio cuenta, interrumpió la tertulia y me dijo: «Mire, m´hijo, no pierda tiempo con miraditas porque esa chica, que no veo porque estoy de espaldas pero es lo mismo, no va a hacer nada con usted».
Cuando yo, avergonzado, empezaba a dar explicaciones, me interrumpió con un gesto, sacó un impresionante fajo de billetes sujetos con un clip de oro y agitándolo para que la señorita lo viera bien, me dijo: «Yo sé que su tío es muy discreto y bastante tímido, por eso lo avivo yo: todas éstas funcionan con este combustible y son motores que consumen bastante. Si quiere y su tío me da permiso, lo invito con esa que a usted le gustó, o cualquier otra...» Y se largó a reír a carcajadas.
Como los otros dos también se rieron y Razzano guardó el paco, yo me quedé sin un obsequio que con franqueza, me hubiera venido muy bien. Porque como me puse a fantasear después, en una de esas Lenzi, el autor de “A media luz”, se sentía en la obligación de cumplir también conmigo y me prestaba el "pisito que puso Maple, piano, estera y velador". Pero no se dio.