l Ángel de Todo Tango sobrevolaba nervioso las mesas de Arturito. Esquivando los vapores de suculentas salsas y vinos corpachones, oteaba la puerta de entrada. El Cronista no llegaba y el aire estaba fresco afuera. Prefirió aposentarse, plegando sus alas, arriba del mueble de la vajilla, debajo del mural donde un esquivo caballo, seguramente propiedad de los dueños del lugar, salía de perdedor en una anónima y más que sospechosa atropellada de años atrás. Sacó las cuentas: mesa 1, cerca de la puerta, 6 comensales. Mesa 2 en línea perpendicular a la calle Ecuador: 8 o 9. Mesa 3, ya contra la pared, 6 o 7. Vio como brillaban los ojitos de Coco, que llevaba a cabo el mismo balance, calculando la “cometa”. Se había comprometido con un mínimo de 20. Ya se estaba superando esa cantidad. Y los ravioles en el agua. A partir de ahí, Arturito se encargaría del “racionamiento”. Sabe bién que, a cierta edad, la cantidad es lo de menos.
El Cronista designado llegó tarde. No tanto como otras veces. Quizás para no desmerecer un nombramiento tan importante. Pero la cosa ya estaba animada. Relojeó el panorama. Todo en orden. El capo mayor en la mesa 1. Bien cerquita de la puerta. Y contra la pared, vista completa al todo. Y escape asegurado, por las dudas. La suerte no abandona al hombre avisado. En el otro extremo, mesa 3, también contra la pared, barriendo con la vista el ángulo preciso que abarca desde la puerta hasta la Caja, Coco.
El Ángel, medio amodorrado, captaba los pequeños chispazos eléctricos que se producían cuando las miradas de ambos capos, se cruzaban ocasionalmente. No se quería dormir. Últimamente, lo acosaba una pesadilla recurrente que le dejaba una duda: ¿la gripe aviar, afectaría a los ángeles? Además, últimamente, rondaban por el sitio algunos espíritus oscuros y quería estar alerta por si aparecían.
El Cronista se puso de pié, ya entonado con un par de copas del áspero Vasco Viejo, penúltimo escalón (de la caída) antes de llegar a “El Vasquito”, en la oficialista lucha de Coco contra la inflación, después de haber partido con un aristocrático fruto de Chandon en la primera cena. El Cronista se detuvo en la mesa 1, que podemos calificar como “Filosófica”, donde el maestro Blaya departía sobre los fundamentos antropológico-estéticos de la danza tanguera, con un señor de aspecto venerable, Guillermo Bosovsky, ante la atenta mirada de Abel Palermo, Mario Pino y su señora, y el admirado por todos nosotros Roberto Mancini.
En la mesa 2, que podemos titular como “Literario-poética”, se notaba más efervescencia, quizás por ser la más concurrida, o porque la población femenina era más abundante y no le iba a la zaga a la otra en blasones: Juan Carlos Esteban, Héctor Benedetti, Guadalupe Aballe. También Aníbal Fernández, Rodrigo Ríos y Felipe, separados estratégicamente de sus bellas esposas, entre las que el Cronista reconoció el nombre de Zulema Robles. Luego llegó José Carenzo, y un poquito más tarde, como para bajar el promedio ya bastante juvenil de la mesa, dos pibes muy queridos: Darío Murano y Gonzalo Losada. Coco sumaba, exultante.
El Cronista retornó a la mesa 3, que se hubiera podido denominar, “Rea”, o un poco más formalmente, “Evocativa”. Las imperdibles anécdotas de Coco y José Pedro. Las exactas acotaciones de Alberto Rasore. La bonhomía de Osvaldito Serantes y Alberto Heredia. Los nuevos amigos Eduardo y Reinaldo, que junto al Cronista disfrutaron de tan bellas historias, mientras las botellas de Vasco Viejo caían una detrás de otra, ya amigadas con el paladar sacrificado de los asistentes. Hasta que una fulminante mirada desde la caja atravesó el espacio y advirtió a Coco: ¡se acabó el presupuesto! Arturito sacó la damajuana de vino blanco de la heladera, le agregó soda, cachó el embudo, y a embotellar champán.
Osvaldito Serantes repartió su clásico recuerdo. Esta vez: Una copia del afiche que homenajea al tango a través de “Anclao en París”: Una esquina con el cartel: Carlos Gardel, y el texto “No sabés las ganas que tengo de verte...”. El brindis, los abrazos, la alegría interior por el encuentro con gente buena. Esta vez no hubo cantores (que cantaran) ni recitados, ni poesías, ni baile. Sólo era necesario, pensó el Cronista, ya bastante marinado, el encuentro. Todos los emprendimientos humanos, casi dijo, porque las palabras le pesaban un poco, tienen épocas buenas, malas, brillantes, difíciles. La misión de esta reunión era acomodar las brasas (porque los fuegos van y vienen) y mantener el rescoldo para esta Asociación tan bella, de la cual los presentes eran un pequeño número entre la multitud de tangueros que, luchando por el mundo, bendicen este noble emprendimiento que nos enorgullece tanto. Su próximo pensamiento fue: «¿Me acordaré de todos?, escribiré bien sus nombres?». «Sabrán comprender», se autoconsoló. El siguiente pensamiento fue «tengo que mantener los ojos abiertos» mientras el semáforo de la Avenida Córdoba le daba luz verde. Y se perdió en la noche.
El Ángel se estremeció. El viento frío que entraba por la puerta le aplastaba las plumas contra las alas que se desperezaban. Agarró un corcho de la mesa 1 (los colecciona) porque pensó que quizás allí se iba a encontrar con un Luigi Bosca. Un reloj daba las doce. Otro Ángel de aspecto más bien voluminoso que pasaba, le sopló: «Se murió el Gordo Porcel». El Ángel de Todo Tango pensó: «¡Menos mal que los muchachos no se enteraron! ¡estaban tan felices!» Y se conformó. Había escuchado tantos comentarios amorosos sobre tantos sublimes tangueros que ya no estaban esa noche, que se convenció de lo que ya sospechaba: que estas reuniones, en un bar, un café, o en el espacio de las comunicaciones, formaban tal vez sobre la Tierra, una figura, una señal, una forma, o una luz, para las almas que se unen en una idea, o en una pasión. En este caso el tango. Que le dan sentido.
¡Salute!