Por
Carlos Echinope Arce

La Troupe Ateniense, tema de una interesante charla radial

omo gitanos andaba el Club Atenas allá por el año 1922, nos cuenta Víctor Soliño en su libro Mis tangos y los atenienses (1967). Había sido fundado 4 años antes, debutando en la Plaza de Deportes Nº 3 del Parque Rodó. El Café Welcome fue la sede provisoria. Estaba ubicado en la avenida 18 de Julio entre Río Branco y Julio Herrera y Obes. Su propietario era Benito Romay, un bohemio que daba prioridad a la calidad y no a la cantidad de la clientela, lo que lógicamente llevó, tiempo después, a la venta del negocio.

El comienzo de la Troupe fue un llamado a concurso en el Centro de Estudiantes de Derecho, para la obra con que habría de festejarse la entrada de la inminente primavera. El jurado estaba integrado por los doctores Emilio Frugoni, Dardo Regules y Carlos María Prando. El grupo de amigos presenta a consideración del distinguido jurado la obra ¿Estás ahí, Montevideo?, utilizando una frase en boga en ese momento en la ciudad, donde todo el mundo preguntaba en la calle: «¿Estás ahí?». El argumento de la obra se basaba en que el protagonista, el estudiante de la Universidad de Salamanca Don Félix de Montemar, aburrido y nostálgico en el infierno, le pedía autorización a Satanás para «bajar» a Montevideo y revivir junto a los estudiantes de éstas épocas, recuerdos de las aulas salmantinas.

El 26 de septiembre de 1922 debutó la entonces Troupe Jurídica. Cuando bajó el telón, el público entusiasmado, no quería abandonar la sala. La prensa recibió con alborozo el debut de quienes, con el tiempo, se transformarían en una leyenda: La Troupe Ateniense. Cabe mencionar como a uno de los críticos teatrales más entusiastas, el del diario La Defensa, doctor Víctor Pérez Petit.

Entramos en el año 1923 y, luego de unos desencuentros, la Troupe se desvincula del Centro de Estudiantes y adquiere su nombre definitivo. Unos amigos de buena voluntad acercaron a las partes en discordia y se llegó a un acuerdo: sería la Troupe Jurídico Ateniense. La primera revista —después del arreglo—, se tituló Tut Ankh Amon y contaba las andanzas del Faraón por estos pagos, alcanzó un suceso con proporciones de apoteosis; por ejemplo el cuadro de la Plaza Independencia en el que aparecía la estatua de Artigas reproducida estupendamente, en papier maché, por el escultor Ramón Bauzá, cuya obra principal es el monumento al poeta Bartolomé Hidalgo emplazado en el Pasaje Hermanos Ruiz esquina avenida Agraciada. En este cuadro se asistía a un diálogo desopilante entre el prócer y el caballo, mientras desfilaban todas las figuras que en el ambiente político, artístico y social estuvieron ese año en el comentario montevideano, siendo calurosamente festejados.

El debut se produjo el 21 de setiembre de 1923, en el Teatro Urquiza, el cual estaba ubicado en Mercedes y Andes, luego adquirido para ser sede del malogrado Estudio Auditorio del SODRE. Las localidades se agotaron a $ 2 la platea y 30 centésimos la entrada al paraíso.

Ramón Collazo tuvo una especial ocurrencia, transformó el final trágico de la obra parodiada (un tren que descarrilaba estrepitosamente a consecuencia de un sabotaje de hampones), en una carcajada general del público, ya que, en el instante de la culminación, en el momento crucial del suspenso, era un impávido manisero cocoliche con su ridícula locomotora el que aparecía en el escenario.

El viaje a Buenos Aires

Los jóvenes «troupenses» comenzaron a soñar con la idea de actuar en Buenos Aires. Don Vicente Curci, vinculado a los negocios teatrales arriesgó un montón de pesos en esa quijotada que pretendía la troupe. Debutaron el 11 de octubre de 1923 en el Teatro Coliseo, con un cartel en la boletería que es la máxima aspiración de todo empresario teatral: «No hay más localidades». Con la sección vermouth del domingo 14 estaba decidido que terminara la mini temporada debido a compromisos inaplazables de algunos miembros de la troupe, que debían estar en Montevideo el lunes. Dado el éxito desbordante, la esposa del Sr. Embajador de Uruguay en Buenos Aires, realizó una gestión poco menos que imposible: lograr que el Vapor de la Carrera postergara hasta la 1 de la mañana su salida y así poder agregar otra función.

Esa tarde se corrió el Gran Premio Nacional y las caballerizas orientales estaban representadas por Sisley, un pingo piloteado por Benjamín Gómez. Unos por despuntar el vicio y otros por patriotismo turfístico juntaron los escasos nacionales que a esa altura aún sobrevivían, luego de largas noches de jolgorio, y los encomendaron a las patas del crack uruguayo.

El trío autoral que puso en carteleras el primer éxito de la Troupe estuvo integrado por César L. Gallardo, Roberto Fontaina y Víctor Soliño. Sujeto a las exigencias de la abogacía, Gallardo abandonaría tiempo después esa tarea, en la que continuaron sus pares hasta la clausura del elenco en 1930.

En pleno frenesí mundial por todo cuanto fuera jazz, los atenienses dedicaron un cuadro revisteril a la imitación de los bailarines de Harlem. Fue un exitazo.

Cuando aún no se nombraba por el mundo a Christian Dior ni a otros popes de la moda, Valiante era el más célebre modista de Montevideo. Decía que nadie podía pasar mejor sus colecciones de primavera y verano, que las musculosas damas atenienses. Las señoras y señoritas de la sociedad así lo entendían, y concurrían a las funciones para no perder detalle de las creaciones para la próxima temporada.

Para el cuadro Los atletas —que integraba la revista de Los tres mosqueteros— participaban Casaña, David Estévez Martín, Sapelli, Juan Antonio Collazo y Corgo. La vestimenta no era demasiado apropiada, ciertamente.

Para envidia de la mismísima Scotland Yard, los atenienses tenían su propio Cuerpo de detectives. Entre ellos, Gerardo Matos Rodríguez, al centro, grandes mostachos y sobretodo negro. Primero de la izquierda, Alfredo Basso (Ojo ‘e trapo); tercero, el gran atleta David Estévez Martín; penúltimo, Marco Aurelio Bianchi, el popular humorista Colelo, excelente crooner, además, e inspirado compositor.

Precisamente, en el momento en que se desarrollaba el cuadro titulado: Plaza Independencia, en el que aparecía la estatua de Artigas, llega la noticia al teatro. Y el prócer, que era representado por Roberto Fontaina (quien algún boletito había arriesgado en la parada), se apiló en el equino y gritó a pulmón lleno: «¡Sisley, viejo y peludo!», el público comprendió de inmediato y los aplausos estallaron entusiastamente. La función extra de la noche, dado el poco tiempo disponible, prácticamente no contó con la debida promoción. Apenas se logró que las últimas ediciones de Crítica y Última Hora dieran la noticia. Pero en aquella sucesión de milagros que estaban viviendo, a nadie sorprendió un milagro más. Una hora después de la salida de los diarios no quedaba una localidad disponible.

La farándula final por la platea —ya con las maletas prontas— tuvo una característica inusitada: la mitad de los integrantes —los que habían tenido tiempo de quitarse el maquillaje y vestirse— desfilaban de particular y los que actuaban en el cuadro final, con las ropas y las pelucas utilizadas en la revista. Las familias argentinas que presenciaron la función cedían los asientos disponibles de sus autos para llevar a los artistas a la dársena y algunas ponían los coches con sus choferes totalmente a disposición de los miembros de la troupe.

Medio teatro se trasladó hasta el puerto a expresarles una vez más toda la simpatía que esta brillante delegación había despertado. Momentos antes de soltar amarras y luego de haber entonado los himnos por el grupo viajero y el de admiradores, Carlos Quijano, que presidía la delegación, ensayó un discurso, con una eficacia oratoria que ya se manifestaba, agradeciendo emocionado desde la borda aquella manifestación desusada. Cientos de gargantas enronquecidas le expresaron a Quijano su reconocimiento por tan brillantes palabras. Unos pocos integrantes de la Troupe se quedaron unos días en Buenos Aires para agradecer tantas atenciones recibidas.

Al día siguiente de la partida, en la dársena, sobre el muelle donde maniobraba normalmente el Vapor de la Carrera, se veían dos boxes con sus caballos respectivos esperando que la grúa los colocara en la cubierta del vapor. Uno era Sisley, el crack uruguayo que volvía a su patria chica para repetir el domingo siguiente la hazaña de ganar también en Maroñas, el Gran Premio Nacional y el otro, era el descangayado caballo de papier maché de la Troupe. Acertó a pasar un fotógrafo del diario Crítica y no quiso perderse la nota. Al otro día en el diario porteño se publicaba la foto a cinco columnas con esta leyenda: «Dos grandes caballos uruguayos que triunfaron en Buenos Aires».

Sisley fue el primer producto uruguayo que ganó el Gran Premio Nacional de ambas orillas del Río de la Plata. La resonancia del triunfo no se hizo esperar, a los pocos días la compañía Max Glücksmann anunció una película alusiva al triunfo del crack uruguayo.

Extraído de la charla emitida en el programa Deportísimo siglo XXI, por CX42 Emisora Ciudad de Montevideo.

Nota de la redacción:

Entre las figuras surgidas de La Troupe, debemos destacar al cantor Alberto Vila, también gran imitador, que a raíz de la repercusión obtenida en la vecina orilla, fue contratado por la empresa Victor en 1927, donde grabó muchos discos.

En 1924, La Troupe Ateniense volvió a Buenos Aires con la obra Oh, les sauvages, en homenaje al triunfo olímpico en Francia del equipo uruguayo de futbol. La presentaron en el Teatro San Martín con gran éxito de público y taquilla.
La Troupe culmina sus actuaciones en 1930, con Centenariola, en festejo de la reciente victoria de su selección ante Argentina, en el Campeonato Mundial de Fútbol que se desarrolló ese año en Montevideo. Se estrenó el 14 de agosto en el Teatro Solís y su última función fue el 27 del mismo mes. Fue el final de la historia y, parafraseando a Cátulo: «Corriéndole un telón al corazón».