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Por
Antonio Rodríguez Villar

Tania: un cascabel radiante

ra la síntesis —y suma— del ingenio popular español y la picaresca porteña. De su tierra trajo la gracia, que prodigaba a borbotones. Sus años en Buenos Aires y su mundo bohemio le regalaron la socarrona agudeza.

Su nombre estará siempre ligado al de Discépolo, con quien vivió los últimos 24 años del genial autor.

Pero Tania —Ana Luciano Divis, tal su nombre verdadero—, tenía vida propia. La tuvo siempre. Desbordaba alegría cuando cautivó a Enrique Santos Discépolo en el Folies Bergère, allá por 1927, cantando “Esta noche me emborracho”.

Venían de mundos muy distantes. Él, entonces, un tanto tímido todavía bajo la sombra de Armando, su hermano mayor. Ella, un cascabel radiante.

La traté mucho los últimos años en su casa de la avenida Callao, donde vivió con Discépolo. Allí nos hicimos amigos. Tenía la sabiduría generosa de quien sabe mucho pero no lo demuestra. Conocía los recovecos de la vida, de una vida intensa, desbordante. Una vida de alegrías y de penas, como cuando murió su única hija, de la que no hablaba, y los amigos no preguntábamos para no rememorar su tristeza.

Siempre estaba de fiesta, alegre, elegante, coqueta, aún vestida de entrecasa. Jamás la escuché hablar mal de alguien. Le dolía, sí, el olvido de aquellos desmemoriados que ponen tasa a la amistad y al afecto. Pero no lo decía. Una vez, al pasar, me comentó: «Sabes Tonito, el Gordo (Anibal Troilo) siempre decía que es peor un ingrato que un infidente...»

Estaba siempre actualizada. No era la anciana (¿se puede usar con Tania la palabra anciana?...) que hablaba del pasado. Sus comentarios de la actualidad eran desopilantes. Quería saber —por ejemplo— por qué Carlos Menem había discutido con Raúl Alfonsín o qué iba a pasar con Bill Clinton «Por esa cosa que le ocurrió con la Mónica...».

Pero el tema recurrente era Discépolo. No porque ella lo trajera en sus charlas, sino porque sus amigos nos deleitábamos con el salero de sus historias y en especial su relato de cómo iniciaron la vida juntos.

Por lo general llegábamos a su casa al caer la tarde. Nos esperaba con sandwichs y con un whisky que repetíamos con ella con insistencia a pesar de las protestas de mi mujer. Antes de la cena, le pedía que me cantara un tango.

Cantar era para Tania una necesidad fisiológica. Y lo hacía de maravillas, con una afinación envidiable. Cantaba con la voz, con sus ojos, con sus gestos, con sus silencios. Sabía que el tango cuenta una historia y hay que decirla, no gritarla. La transmitía palabra por palabra. De ahí ese fraseo tan particular que dosificaba con la experiencia que sólo enseña el tiempo.

Vivía haciendo planes. ¡Y para concretarlos!... Hace muy poco me decía: «Tenemos que preparar una gira por España. Quiero cantar en Toledo, donde nací, y en Valencia, donde pasé mis primeros años. Allí están mis sobrinas a las que quiero mucho. Y no nos olvidemos de París...».

Después de los tangos, venía la cena. Asombraba su apetito. Nunca supo si el hígado formaba parte de su cuerpo y su metabolismo. Y durante la comida volvía a repasar sus planes. «No te olvides de llamar a España para preparar la gira».

Ser amigo de Tania fue uno de los privilegios que me regaló la vida.

Dicen que tenía 98 años... tal vez 105... ¿Qué importa? Tania fue un mito y los mitos tienen sólo presente.