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Piazzolla - Astor Piazzolla, su infancia en Nueva York
oca cosa recuerdo de mi infancia, sí el olor a cloroformo de los hospitales, me quedó en la nariz. Pues a los dos años me hicieron unas seis operaciones en una pierna, había sufrido una parálisis. Luego una operación de garganta. Ese olor me quedó mucho tiempo. Esto ocurrió en Estados Unidos donde vivía con mis padres. Debo decir que ambos me mimaban mucho.
«Mi madre trabajaba, pegaba pelo por pelo, en una peletería que fabricaba pieles artificiales. Y mi padre era peluquero y se pasaba todo el día en el trabajo. No me gustaba estar solo y en las calles de Nueva York, mi padre trabajaba hasta los domingos atendiendo a las esposas de los gangsters, italianos o judíos, que tenían sus casamientos.
«Fui a cuatro colegios hasta terminar la primaria, me echaban por camorrero. Pero, en uno de ellos me encontré con la música. Una profesora nos ponía ejemplos con discos. Nos hacía escuchar la tercera sinfonía de Brahms, o bien, el segundo movimiento de una sinfonía de Mozart. Y en una clase siguiente uno debía reconocer cada una de ellas.
«La encontré pero no la descubrí. Las explicaciones me entraban por un oído y me salían por el otro. No paraba de reírme y hacer reír a mis compañeros. La descubrí después, tenía, unos 12 años.
«Vivíamos en una casa muy larga y allá, en el fondo, después de un patio había una ventana y de ella salía el sonido de un piano que me hipnotizaba, no me movía debajo de ella. Después, supe que era una obra de Bach y el pianista practicaba todos los días nueve horas, era Bela Wilda, al poco tiempo mi maestro. Con mi padre fuimos a golpearle la puerta y al abrirla, me deslumbró un piano de cola y el paquete de cigarrillos Camel que fumaba. Otra vez los olores, que esta vez me atraían y yo pensaba que lindo es llegar a grande y poder tocar el piano y fumar cigarrillos.
«Como mamá no tenía plata y también trabajaba de manicura pactó como pago de las clases hacerle las manos, gratis, claro y, dos veces por semana, una fuente de ñoquis o ravioles, las pasta le encantaban al maestro.
«En casa, papá sólo tenía discos de Carlos Gardel y de Julio De Caro, hoy me alegro que hayan sido de este músico y no de otros tangueros, músicos mediocres. Si bien esta música no me llegaba para nada, yo, un pibe callejero y ya jugador de pase inglés, descubría en la música un mundo extraño, místico.
«Mi viejo era muy alto, uno noventa, y muy delgado, buen mozo. Su tipo era el de un italiano del Adriático. Le gustaban las motos, corrió algunas carreras. En cambio mi madre era como yo: ñata, petisona, muy fuerte, muy trabajadora. Era hija de toscanos y tenía una ternura muy particular. Fueron las personas más buenas que conocí en mi vida.
«En Nueva York tenía un amigo que tocaba el piano, un argentino, Andrés D’Aquila. Él conocía el teclado del bandoneón y me lo enseñó. Wilda, mas tarde, en las clases de música me hacía tocar Bach en el bandoneón. Me pasaba la música para piano y me indicaba lo que debía hacer y lo que no debía hacer. Muy pronto mi padre me compró uno. Años más tarde, ya de regreso al país, en Mar del Plata, me perfeccioné con Líbero Pauloni, mi goce era tocar Mozart, Bach o Schumann. Nunca, hasta que llegó Gardel a Nueva York, había tocado un tango.
«Conocer a Gardel fue cosa de mi padre que lo admiraba. Un día hizo un muñeco de madera —tallar fue otra de sus pasiones—, me empilcharon bien y me mandó a los departamentos de Bellas Artes, donde vivía Gardel en la calle 48, en Broadway, para regalárselo. Era un gaucho con una guitarra y tenía una cara un tanto goyesca.
«Fui con la condición que me diera dos fotos con su firma, para mi padre Vicente y para mi madre. Cuando llegué no entré por la puerta. En el ascensor me encontré con Alberto Castellanos que venía con dos botellas de leche. Le pregunté donde iba, como no sabía hablar en inglés me respondió en castellano:
—¡Ah! Usted habla español.
—Soy argentino, me contesta.
—Y yo también.
—Uuuy, me venís muy bien pibe, me olvidé las llaves y no puedo entrar. Haceme el favor, andá por la escalera de incendios y entrá por la ventana, hay un señor que está durmiendo, él es Gardel, despertalo y decile que me abra la puerta.
«Yo tenía 13 años y me resultó una pavada. Lo desperté, pero no era Gardel. Era Alfredo Le Pera, que tenía muy mal carácter. En otra cama estaba Gardel, él era otra cosa. Enseguida me preguntó:
—¿Quién sos?
—Soy un pibe argentino que vive acá.
—¡Qué maravilla!
«Y cuando agregué que tocaba el bandoneón casi se muere. Desayuné con ellos, café con leche y un budín con pasas que mandó a comprar. Casi un año estuve junto a él. Yo hacía de traductor cuando iba a tiendas importantes a comprarse mucha ropa, andaba con bastante dinero.
«Un día ofreció un asado que él mismo hizo y allí toqué el bandoneón, pero no tangos. Cuando me atreví con algunos, me dijo: “¡Pibe, tocás una maravilla, pero haciendo tangos tocás como un gallego!”. Comimos juntos varias veces, siempre en el mismo lugar, en una cantina en el Greenwich Village que se llamaba Santa Lucía, hoy ese local cambio de nombre, es Puerto Rico. Y también vino una tarde a casa, fue un te y mamá preparó buñuelos».
Nota a Astor Piazzolla extraída de La Opinión Cultural, efectuada por Carlos Rodari y escrita por Julio Ardiles Gray y Blas Matamoro, publicada el 30 de mayo de 1976.