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Piazzolla - Astor Piazzolla, de New York a Mar del Plata
egresé a la Argentina a los 15 o 16 años, no recuerdo bien. Directo a Mar del Plata. Y allí escuché al poco tiempo al Sexteto de Elvino Vardaro, recibí la primera puñalada en el hígado. Yo quiero hacer esto. Me dije.
«Después escuché a Aníbal Troilo y me vino como un ataque. Lo mismo me pasó con otras orquestas como la de Pedro Laurenz y la de Pedro Maffia. Las propuestas de Francisco Canaro y Juan D'Arienzo no me interesaron.
«En 1937, vino a la ciudad la orquesta de Miguel Caló para actuar en la confitería Porta, en el muelle de pescadores, cerca de la Playa Bristol. Me escapaba de noche para ir a escucharla. Me enloquecí otra vez. Me acerqué a los músicos y les preguntaba a Julio Ahumada, a Argentino Galván y a los otros, como era Pichuco, como ponía las manos. Era muy pegajoso, quería saber todo. En esa época yo deliraba, tocaba “Rapsodia en blue”, de Gershwin, sin adaptación, tal como estaba escrita, hinché tanto que finalmente me escucharon. Ahumada me preguntó si estaba loco. Cuando me escuchó Caló, me aconsejó que viajara a Buenos Aires que él me iba a dar trabajo.
«Papá me dio 200 pesos, cuando se acabaran debía volver. Me trajo un amigo de mi padre. Fui a vivir a una pensión de Sarmiento 1492, tercer piso. Todos los días me iba al Café Germinal a escucharlo a Troilo. Me aprendí su repertorio de memoria.
«Un día se enfermó Juan Miguel Rodríguez, “Toto”. Hugo Baralis, que fue mi primer amigo le dijo al “Gordo” que me probara. Troilo contestó: “No, es muy chico, no va a poder tocar esto”. “Mire que puedo”, le respondí. Baralis insistió. Y yo también. “Dejame Pichuco, dale”, le dije. Entonces, me preguntó si sabía leer música. “Si sé todo de memoria”, ahí aflojó.
«Cuando debuté en el Germinal toqué todo de memoria y Orlando Goñi con su eterna cargada empezó a mirarme de costado. “¡Qué! ¿sos norteamericano vos?”, me había escuchado en Rapsodia en blue. “¿Qué hacés con esos acordes raros?”. Empezaron a mirarme como a un bicho. Después del trabajo llegaba a mi casa y me ponía a estudiar música, porque el secundario lo había dejado. Le escribí a mi padre con la noticia y se vino a Buenos Aires con un cuñado en moto. Ya Troilo me había contratado.
«Al otro día que llegó, fuimos a comer a su casa de Soler 3280, cocinó la madre, una maravilla. Finalmente, mi viejo le dijo a Pichuco: “Señor Troilo, lo único que le voy a pedir por favor, es que me lo cuide al pibe, sólo tiene 17 años y trabajar de noche a su edad no me gusta. Así que depende de usted, ya sabe, los cabarets, las mujeres”. El Gordo le contestó: “Don Vicente, quédese tranquilo, yo lo voy a cuidar al pibe”. Cuando agarraron la moto y se fueron, le dije: “¡Che Gordo!, ¿Esta noche nos vamos al “Doble tres” de Avellaneda a jugar al pase inglés?”. “Tenés razón gato” —ya me llamaba así—, y fue mi comienzo bajo los cuidados de Troilo.
«Extrañaba mucho a mis padres. En aquella pensión lloraba al pensar en ellos, estaba muy solo. Fue por eso que un día le dije a Baralis que me quería poner de novio y casarme. Y fue Hugo quien me presentó a Dedé, en su casa, un 21 de septiembre. Yo no andaba con mujeres de la noche, de cabaret. Me daban lástima, aparte los consejos de mi viejo no se apartaban de mí. Yo tenía 19 años y ella 17, era 1940. Al año nos casamos. Ella estudiaba pintura y yo seguía loco con la música. Y loco me puso Stravinsky, cuando una chica me regaló “La consagración de la primavera” y yo me dije: “¿Quién será el loco este?”. En todas las cosas, mi oreja fue Baralis, a él le contaba todo.
«Por ese tiempo Rubinstein vino a tocar al Colón, yo había escrito un preludio para piano cuando estaba de novio con Dedé y me mandé para su casa. Una manera de decir, vivía en la mansión de los Alzaga Unzué, en la calle Arroyo. Yo era un caradura. Cuando leyó el regalo me dijo: “¡Usted tiene que estudiar! ¿Quiere estudiar?”. “Por supuesto”, contesté. “Muy bien, le voy a recomendar a Juan José Castro”. Lo llamó por teléfono, pero como no podía me nombró a Alberto Ginastera y fui su alumno dos veces por semana a partir de las ocho de la mañana. Me acostaba a las cinco porque seguía con Troilo. Apenas dormía. Así pasaron cuatro o cinco años y estudié todo.
«Comencé arreglando para Troilo, lo primero fue “Azabache”, el que arreglaba era Galván, pero trabajaba mucho y no le quedaba tiempo para todo. Ese arreglo lo grabó Pichuco. El segundo fue “Inspiración”. El arreglo de “Azabache” fue una bomba. Utilicé los violines haciendo escalas arriba, cosa que el “Gordo” nunca había hecho. “¡No te pasés!”, me decía y corregía. No quería muchas sutilezas para que la gente bailara. Había de veinte a treinta bailes por mes, vivíamos de eso y siempre debía haber un poco de chac chac chac. Un día me cansé y me fui, era 1944.
«Los músicos que trabajaban conmigo eran musicalmente cero y, además, destructivos. Me manchaban o rompían los deberes que llevaba para Ginastera.
«Descubro a Béla Bartók y comienzo a no perderme los ensayos de la Sinfónica Nacional en la sala del Gran Rex. Otra vez pegajoso con los músicos preguntándoles de todo. Seguía con el tango, dirigiendo la orquesta de Francisco Fiorentino. Estábamos, en “El Marabú”. Hice un arreglo muy lindo del tango de Mores “Copas, amigos y besos”. Escribí la introducción con un solo de cello. Cosa de locos. Las mujeres que trabajaban allí, cuando escucharon se pusieron a bailar imitando a las bailarinas clásicas. Me tomaban el pelo. Y saqué la introducción. A Fiore tampoco le gustaba. Me cansé otra vez, era 1946 y me fui. Formé mi propia orquesta.
«A mí me preguntaban por lo melódico, nunca por lo rítmico, pero cuando descubro a Astor Piazzolla, o sea a mí mismo, fue cuando arreglaba para Troilo y para Basso y compongo “Para lucirse”. Allí descubro que los elementos melódicos tenían, en una segunda parte, un fondo rítmico y empecé a disfrutar del swing que tenía el tango y es entonces, cuando me meto con el jazz. Art Tatum, Stan Kenton, Miller, Peterson, los mezclaba con los clásicos y así salían armonías atrevidas. “Para lucirse” lo hice en 1951 y me fascinó, pero escribía un tema por año. En 1952 “Prepárense”, y después “Lo que vendrá”. Pero aún no era un creador, sólo un arreglador.
«En 1954, en París, yo me sentía feliz, un verdadero genio musical y le mostré mi música a Nadia Boulanger. Ella la miró un rato y me dijo: “Esta es una música muy bien escrita, pero ¿Aquí dónde está Piazzolla?” En ese momento se terminó el genio. Me preguntó a qué me dedicaba, que otra música hacía. Con mucho trabajo llegué a decirle que tocaba el bandoneón y hacía tangos. Me pidió que le tocara uno de los míos en el piano, instrumento que no dominaba. Toqué “Triunfal”, escrito poco tiempo antes. Y ella me dijo: “¡Ahí está Piazzolla, nunca lo deje!”.
«Las palabras de la vieja maestra no me humillaron. Me estaba engañando a mí mismo. “¡Qué genio, qué maravilla! es este tipo haciendo música sinfónica”, eso decían. Hasta el famoso crítico Jorge D’Urbano habló bien de una obra mía, una sinfonietta. Mi sueño era ser pianista y tocar y dirigir un concierto para piano y orquesta.
«Con Gershwin me siento identificado. Sin apartarse de lo popular compuso preludios, “Rapsodia en blue”, “Concierto en Fa”, “Porgy and Bess”. La música argentina carece de identidad nacional. En el tango no hubo intentos de algo distinto, como lo hizo Gershwin. Sí, algunos intentos de compositores llamados cultos, pero fueron un desastre. No era tango, ni música.
«Creo que el tango es más importante que el folklore. Son escasos lo que pueden llamarse músicos de avanzada, o no hay ninguno, nadie. Un intuitivo como Atahualpa Yupanqui es lo más destacado y no es de avanzada, pero hace una música auténtica. El “Cuchi” Leguizamón hace cosas muy lindas, me gustan, pero no son de avanzada. Waldo de los Ríos, como Manolo Juárez —que es un gran músico—, podrían haber hecho dar un salto a la música folklórica. Juárez, me parece que es más músico que folklorista.
«En el tango hay mucha gente capaz, pero no pueden hacer lo que quieren pues tienen que comer. Eduardo Rovira tuvo que dejar sus experiencias por su situación económica, por su falta de trabajo. Es muy duro. Hay que tener siempre al lado de uno, alguien que nos de ánimos. Yo la tuve a Dedé, mi primera mujer. Si comíamos, comíamos y si no, no. Pero nos fuimos a Francia a estudiar y tuve la gran suerte que mis padres se quedaran con los dos chicos en Buenos Aires, les dieran de comer e incluso nos mandaran dinero.
Nota extraída de La Opinión Cultural, efectuada por Carlos Rodari y escrita por Julio Ardiles Gray y Blas Matamoro, publicada el 30 de mayo de 1976.