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CREADORES MENCIONADOS EN ESTE ARTÍCULO
Eduardo Arolas
Por
Ricardo García Blaya
Apuntes sobre Arolas y su tiempo
rolas es un artista genial y misterioso, muy difícil de comprender sin ponerlo en el contexto histórico y cultural del fin de siglo.
Testimonio indubitable de la importancia del inmigrante en la construcción del tango. Es el representante más genuino del romanticismo y del modernismo de la
belle époque
tanto por su genio creativo como por su vida y su muerte.
Esta breve y sencilla descripción histórica pretende colocar al personaje en el marco político y social de la época, que nos permita comprender mejor sus talentos y contradicciones, su genialidad y personalidad autodestructiva.
En cuanto al proceso evolutivo del artista remito al lector a los excelentes trabajos de Héctor Ernié (
La historia del tango
, Vol. 5, Ed. Corregidor) y de Oscar Zucchi (
El tango, el Bandoneón y sus intérpretes
, Ed. Corregidor) Solo me interesa destacar su ductilidad musical, que permitió a nuestro protagonista pasar de la guitarra al bandoneón con una facilidad y velocidad increíble.
Este enamoramiento entre el instrumento y el artista originó no sólo un notable ejecutante y compositor, sino un brillante director que modificó en fuerza y en brillo lo que se escuchaba en otras formaciones de su tiempo. «Fue un refucilo, un relámpago, un estruendo que conmocionó a toda una generación de excelentes músicos que lo siguieron» (Jorge Gottling, diario Clarín, 29/9/1994).
En efecto, Arolas hizo cosas que hoy consideramos modernidades y sin embargo ya estaban en el fraseo y canto de su bandoneón.
En el año 1890, procedente de Francia, arribó a la ciudad de Buenos Aires el matrimonio de Enrique Arola y Margarita Saury con su hijo José Enrique.
Nuestra historia nos enseña que no se trataba de un año cualquiera.
«La iniciación del 90 encontró al país es estado de quiebra y de liquidación forzosa y con una revolución clamando en las calles» (Ernesto Palacio,
Historia de la Argentina
).
Durante su transcurso vivieron sucesivamente, una revolución, la renuncia de un presidente y el nacimiento del partido político llamado a representar el espíritu revolucionario y popular de aquel entonces: la Unión Cívica.
Un país de paradojas, basado en un modelo autoritario y liberal, abierto a la inmigración y al progreso, pero con un sistema corrupto y fraudulento.
En este contexto se instaló la familia Arola, en el barrio de Barracas, Salta 3378 (actual Vieytes 1048), y allí nació dos años más tarde el protagonista de esta crónica, Lorenzo Arola, el 24 de febrero.
Mientras transcurre su niñez, los Arola mudaron de vivienda varias veces pero nunca se fueron de Barracas, el barrio que vio crecer al Pibe de Barracas.
En dicho lapso la República vivió una solapada guerra civil que cada tanto se expresaba en forma violenta; baste recordar las revoluciones de 1893 y de 1905.
No obstante esto, el país se recuperaba de la crisis económica del 90 y comenzaba a vislumbrarse un escenario próspero y pacificado, que se instala finalmente en el año del Centenario cuando asume la presidencia Roque Sáenz Peña durante la cual se promulga la ley del Sufragio Universal (1912).
Efectivamente el Centenario con sus festejos y la instalación de una nueva realidad política, genera un clima de bienestar y distensión propio de la mencionada
belle époque
.
La Argentina era «el granero del mundo», la Unión Cívica Radical accedía al gobierno con Yrigoyen y el tango gobernaba en la orilla y en el centro.
Nuestro artista tenía la melodía en la cabeza, era elegante y compadrón y la vida le ofrecía solo alegrías en esa década del 10 donde el 17 de enero de 1913 con motivo de tramitar su documento, rectifica su nombre y apellido y pasa a ser
Eduardo Arolas
.
Cuando Lorenzo pasó a ser Eduardo, El Pibe de Barracas pasó a ser, sin saberlo, El Tigre del Bandoneón.
Es el momento de esplendor, donde de su corazón bohemio surgieron más de cien músicas, aunque sólo llegaron al disco unas treinta de ellas, estamos ya en presencia del más grande compositor de nuestro género ciudadano.
El tango comenzaba sus incursiones a París y la muchachada aristocrática flirteaba con músicos y personajes arrabaleros, generando un mundo donde convivían compadritos y bacanes.
La noche, las mujeres y el permanente deambular por cafés y prostíbulos, el éxito, la fama y una adolescencia apresurada generaron la idea a nuestro protagonista que la vida era una farra interminable.
No le preocupaba que a partir de la caída de Bismarck, Europa se preparaba para la guerra; que España iba perdiendo inexorablemente sus colonias y que Buenos Aires se multiplicaba demográficamente con la expulsión de miles de hombres y mujeres del viejo mundo.
La inmigración se interrumpe en 1914, a partir del estallido de la Primera Guerra Mundial por el asesinato del Archiduque Fernando en Sarajevo, que ensangrentó Europa durante cuatro años. Como resultado de la conflagración se consolida el régimen democrático en la Europa Occidental y, en el oriente la revolución de los soviets termina con el imperio de los zares.
Arolas siguió con interés los sucesos del viejo mundo pues como todo tanguero porteño soñaba duplicar su éxito en París, viaje que al final realiza en 1920.
Una circunstancia inesperada es el principio de su romántico final: la traición de la mujer que amaba, nada menos que con su hermano mayor.
«Hombre varonil y de rebuscada elegancia, no tuvo suerte de ser amado por la mujer que eligió. Con ella hubiera resistido huracanes. Sin ella sentía que una tenue brisa podía derribarlo» (José Narosky, diario Clarín, 28/1/1992).
El alcohol, la vida desenfrenada y un oscuro episodio en Montevideo, donde Arolas atropelló un chico con su automóvil, harían el resto.
Cuando viaja por última vez a París, era un hombre terminado, paradójicamente con una buena posición económica pero vencido por la bebida y la tristeza.
Murió solo en el hospital Municipal de París, tenía 32 años, y el certificado, por error, decía tuberculosis, pero todos sabían que fue de pena.
Su muerte se produjo el 29 de setiembre de 1924, plena presidencia de Marcelo T. de Alvear y sus restos fueron repatriados treinta años después, en la segunda presidencia del general Perón.
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