Por
Eduardo Rafael

Mores - Los recuerdos de Mariano Mores

i romance con el tango comenzó cuando tenía 14 años; viajaba en un tranvía que iba por la avenida Corrientes desde el bajo hasta Chacarita. Al pasar por el Café Vicente que estaba enfrente del Germinal, vi un cartel solicitando pianista que tocara música internacional, que leyera a primera vista y que supiera transportar. Bajé, el patrón me tomó una prueba y me aceptó a tres pesos con cincuenta por día.

«Fue en 1936. Aún estaba fresco el recuerdo de la muerte de Carlos Gardel, yo casi no sabía quién era. Una vez mi padre escuchó un disco en un negocio y me dijo quien era. Las historias sobre Gardel me emocionaban y me propuse conocer lo que había hecho, sobre todo los tangos que firmó junto a Alfredo Le Pera. Esa fue realmente mi iniciación. Porque en aquel café no toqué ningún tango.

«Casi enseguida entré a estudiar en la PAADI (Primera Academia Argentina de Interpretación), que estaba en Callao 420 y su director era Luis Rubistein. Allí iban a vocalizar las principales figuras de la época. Rubistein era buen poeta pero tocaba el piano de oído como Enrique Discépolo, como Rodolfo Sciammarella, a quien al poco tiempo le comencé a pasar las notas al pentagrama.

«Uno de sus grandes éxitos, el vals “Salud, dinero y amor”, que se lo escribí yo, primitivamente era una zamba. Yo veía que las canciones suyas tenían repercusión y entonces le pedí a Rubistein que escribiera una letra, yo puse la música y así nació “Gitana”, de neto corte español que yo nunca toqué, pero que llegó a grabarla ese fenómeno que fue Tito Schipa. Aquí tuvo éxito por el dúo Gómez-Vila.

«En ese momento estaba de moda la música paraguaya, la había popularizado Samuel Aguayo. “India” se escuchaba en todos lados. Yo puedo componer una canción así, dije. Hice “Flor de hastío”, y le perdí el rastro. Años después fui a Asunción y allí era un éxito notable pero desconocían al autor.

«Rubistein muy pronto me hizo profesor de PAADI. Allí conocí a Myrna, la que luego fue mi esposa. Ella estudiaba con el profesor Samuel Averbuj. Enseguida hizo dúo con su hermana y cuando me agregué yo con el piano se convirtió en el Trío Mores. Así tomé el apellido de ellas. El trío se disolvió cuando entré en la orquesta de Francisco Canaro.

«Para estar cerca de ella alquilé un cuartito en Villa del Parque, en la calle Terrada al 2400. Lo pintaba con cal coloreada con el azul para lavar la ropa, un blanqueador. Así nació el título: “Cuartito azul”. Fue un éxito por la música y por la letra de Mario Battistella.

«Yo siempre primero hice la música, luego el autor que fuera debía ponerle los versos. La excepción fue Enrique Cadícamo, él me daba los versos y después trabajaba yo. Con Discépolo alguna vez fue al unísono. Me sentaba al piano, esperaba la inspiración y tocaba unas notas, Discépolo enseguida me decía una frase que caía justa.

«A Canaro lo conocí a través de Sciammarella de quien me había hecho muy amigo, él me presentó a Ivo Pelay que fue el guionista de sus obras de teatro y autor de las letras de muchos tangos. Me ofreció entrar a la orquesta, estaba impresionado por el éxito de “Cuartito azul” cantado por Ignacio Corsini y por Ricardo Ruiz con Osvaldo Fresedo. Incorporó el tema a un sainete musical suyo, Pantalones cortos que no anduvo, bajó muy rápido.

«En la temporada conocí a Alberto Vacarezza. Yo sabía que él tenía una linda letra y me ofrecí para musicalizarla. Tuvo mucho reparo porque yo era muy pibe, pero finalmente le hice un desafío, la hacía igual, si no le gustaba no iba y listo. Resultó el vals “Muchachita porteña”. En la orquesta entré para dirigir el coro, que hasta entonces lo había hecho el maestro Antonio Lozzi.

«Al principio no me entusiasmó el ingreso a la orquesta, decían que Canaro trataba mal a los músicos. Eso me enfriaba un poco. Pero por otro lado, yo había llevado a tiempo de tango algunas melodías japonesas que grabamos con las hermanas Mores, eso me dio cierto prestigio en el ambiente y mucha plata, porque el japonés que nos había contratado pagó 5000 dólares, cien a cada chica y el resto para mí. Una fortuna a los diecisiete años.

«Entonces para que me vieran, todas las noches me bajaba del tranvía en Corrientes y caminaba de Callao hasta Florida por la vereda sur, cruzaba y volvía por la vereda norte. Es que me había comprado siete trajes, siete camisas, siete corbatas y siete pares de medias, y siete de zapatos, un conjunto para cada día. Un traje era azul eléctrico, había que tener cara para ponérselo, pero además tenía mi pintita.



«El salario fue mi tema inicial. “¿Cuánto querés ganar?” —me preguntó el maestro—. “Lo mismo que Irusta, Fugazot y Demare”, contesté. No hubo problemas. Al poco tiempo no sólo dirigí el coro sino que agregó un piano más y tuvo dos pianistas, el otro era Luis Riccardi. Lo gracioso es que pensaba quedarme diez días y, finalmente, me quedé diez años.

«Los pianistas que más admiraba eran Lucio Demare primero, luego a Carlos García y siempre a un gran maestro como Horacio Salgán.

«El cine me apartó de la orquesta. Porque me ofrecieron convertirme en el galán de una película y hacer cine en aquella época, en los años cuarenta, era muy importante. Canaro no lo tomó bien. A mí me parece que la gente de su entorno lo convenció que me iba para hacerle la contra. Él me dijo: “Mirá Marianito, este es un camino largo, muchos creen que de repente pueden tocar las estrellas y terminan estrellados. Vos ya tenés pantalones largos, podés andar solo”. No pudieron separarnos. Por si acaso dejé la música por un tiempo. La película fue El otro yo de Marcela. Un éxito de público.

«Como compositor empecé con Battistella, luego Vacarezza, después conocí a José María Contursi en el Germinal, allí tocaba Aníbal Troilo. Me acerqué a felicitarlo por la reciente “Milonga de mis amores” que había hecho con Pedro Laurenz. Tenía un éxito increíble con las mujeres... ¡bah! los dos teníamos éxito. Lo primero que hicimos fue “En esta tarde gris”, luego un tango por año: “Gricel”, “Cada vez que me recuerdes”, “Cristal”, “Tu piel de jazmín”.

«Discépolo era encantador, un bohemio divino. Un hombre singular. Tardó tres años en entregarme la letra de “Uno”. Después hicimos “Cafetín de Buenos Aires”. Mientras hacíamos este tango, un día nos acompañaba el actor Arturo de Córdoba, yo repetía las notas en el piano y Enrique buscaba las palabras. Estaba estancado, y de pronto, vio el perfil de Arturo, que tenía la nariz como los boxeadores y nació aquello de: “La ñata contra el vidrio”. Contursi era más musical. Y Manzi fue el gran poeta del tango. Antes de morir me dijo: “Me voy a ir y no hice nada con vos”. Yo tenía una especie de tango malambo. Lo empecé a preludiar y le dije: “Esto es muy difícil”. Desde la cama escuchaba la música y de pronto cantó: “La voz triste y sentida/de tu canción...” y siguió: “Una lágrima tuya me besa el alma”, continuaba muy enamorado de Nelly Omar.



«Con Cadícamo tengo dos éxitos: “A quién le puede importar” y “Copas, amigas y besos”. Él fue siempre el gentleman entre los poetas porteños, con señorío gardeliano. Dejó para la historia de nuestro tango lo mejor del acervo popular. Habría que rendirle ya mismo el homenaje que se merece.

«También compuse con Cátulo Castillo. Era una cosa seria, él me hizo dirigir la Orquesta Sinfónica Nacional. Fue en el Teatro Cervantes. Vino el General Perón a ver el espectáculo. Le gustó mucho y allí nació la idea que esa orquesta tocara en Europa con dos directores, uno de música clásica y otro de música popular, ese iba a ser yo. Fue la primera vez que vino a verme un presidente. Fue el 14 de abril de 1955, la revolución frustró aquel proyecto.

«No eran buenos tiempos aquellos, y estos de hoy tampoco. De todos modos si no hay plata para un sandwich, escuchás un tango y te olvidás de comer».

Entrevista a Mariano Mores publicada en la revista La Maga” el 5 de mayo de 1993.