Por
Fiebre, penicilina, locura y tangos
a fiebre, denominada la «reina de los síntomas», según antiguos textos médicos védicos surgía del enfado del dios Siva.
En Roma, en los altos del Quirinal había, entre otros, un templo dedicado a la diosa Febris, sin olvidar que Februs, el dios de la purificación, y también de la fiebre, era un dios de origen etrusco que fue identificado posteriormente con Plutón.
Febrero es etimológicamente el mes de la fiebre, viene del latín «februarius», de «februare» (hacer expiaciones), y estas palabras provienen, a su vez, de «febris» (fiebre) y de «fervere» (hervir).
Digamos ahora, por asociación con la temperatura corporal en alza y dejando de lado todo tipo de connotaciones sexuales, que «calentarse» es preocuparse; «calentura» es enojo, entusiasmo, fervor, y ser un «calentón», es «engranar» uno por cualquier cosa con facilidad y rapidez. Que «pasar calor» o «lorca», o simplemente un «verano», es pasar vergüenza por el rubor que ésta provoca en el rostro.
Pero, como solía decir un reo latinista mientras escuchaba el tango “Fiebre” de Humberto Canaro: «Non calentarum, largo vivirum».
Y así como todo cuadro febril reclama que se sepan sus grados, pasemos ahora al termómetro. La invención del termómetro clínico a principios del siglo XVII por Sanctorius, profesor de fisiología en la famosa facultad de medicina de Padua, abrió el camino a un estudio y trazado sistemáticos de la fiebre. Ha tenido que pasar más de un siglo antes de que algunos médicos hicieran progresar esa práctica, y tres para que, ya hecho habitual su uso, José Martínez le dedicase un tango en 1917.
Hay palabras que pueden tener vigencia conservando su sentido originario, y luego de un tiempo de uso, entrar en un cono de olvido para resurgir más tarde con otro u otros significados. Tal es el caso de la palabra mufa.
Muff, que en alemán significa moho, hongo, pasó después al italiano transformada en muffa y designando lo mismo. Ha sido de este idioma que la heredamos y, desde entonces, la mufa entre nosotros hizo carrera cambiando muchas veces de sentido.
Comenzamos utilizándola no sólo para designar el moho sino también un cierto estado anímico, un bajón, una depresión poco marcada. Con este sentido figurado —que tal vez provenga de la asociación de ideas entre moho y el hecho de enmohecerse— el término mufa se hizo popular.
A partir de 1960, aproximadamente, esta palabra experimentó un resurgimiento, por variación de significado, pasando a denotar enojo, malhumor, fastidio; luego comenzó a identificarse con el desgano, el tedio, el aburrimiento, para, después, terminar haciéndose equivalente de infortunio, mala suerte. Y en este sentido ha tenido buena suerte. La mufa se concretó en el mufa y terminó desplazando al yeta, al jettattore, al fúlmine y al semáforo, lo cual no es poco mérito.
Y así como el moho dio origen a la palabra mufa, recordemos que fue también el moho, el llamado Penicillium notatum, la fuente del primer antibiótico, cuyas propiedades fueron descubiertas en 1928 por Alexander Fleming.
Dado que la medicina es la más oral de las profesiones, los médicos no debemos desechar el conocimiento de las voces y expresiones populares, sobre todo los que aún creemos en la magia de las palabras, porque muchas veces éstas nos son útiles para podernos integrar en el contexto de la relación médico-paciente.
Y si hablamos de la locura o demencia, digamos que el genio popular, siempre cuerdo, no le ha negado su propia clasificación. Es por eso que distingue a estos enfermos en piantados (esos que en mayor o menor medida todos llevamos dentro); rayados y revirados (que son los que pueden resultar agresivos y de los que debemos cuidarnos); sonados, chiflados, colifas, colifatos y tocados (que, por lo general, son inofensivos), ensayando así su propio diagnóstico y abarcando todo un panorama psiquiátrico que va desde el loco lindo al loco de atar. Es ésta una clasificación psiquiátrica que si bien nada tiene de científica, nos sirve, al menos, para detectar ciertas tendencias y saber con quién tratamos.
Y en este punto, quiero recordar un soneto que he titulado
Sin enroque
Pudiendo ser oblicuo y pendenciero
en su insólito mundo ajedrezado,
nunca participó del entrevero,
ni siquiera comiendo de costado.
Prefirió la quietud de un casillero
donde irónico juego le fue dado.
Él, que buscó ser libre en el tablero,
se vio en un laberinto confinado.
Fue entonces que atacó y quedó pagando.
No vio a esas piezas blancas aguardando
y enfurecido se largó al combate.
Lo dejaron venir... Lo acorralaron...
De movida nomás, lo enchalecaron...
y en el Borda le dieron jaque mate.