Por
Almeida Urrutia

05. Gardel una manera de ser

oincidíamos tácitamente en una urdiembre de humo, luces tenues, tímidas muchachitas aún no hechas del todo al oficio, con las polleras recién recortadas a la altura de las rodillas, asombrados los ojos ornados por cerco funeral a lo Pola Negri y entreabriendo los labios vaginales a lo Clara Bow, cariátides de una barca de ensueños que crugía levemente mecida por los compases del one step en la antesala del desaforo libertador del charleston, música y ritmo que ya chirriaba en las victrolas de los cándidos refugios empeñados en hacerse pasar por cabarets. ¿El Tango?. Ya venía con su sinuoso caminar canyengue, entre cortes y quebradas y explicándose con el milagro milonguero de una voz irreprochable, la de Carlos Gardel, voz con tesitura de barítono pero que su priviligiado dueño la había ido cambiando de matíces y colores hasta convertirla en la voz del tango, única, inconfundible, para siempre.

Para entonces y atrasada la noticia, nos llegó por el lado de Buenos Aires la de que Vicente Greco había creado el tango “La infanta” en homenaje a Isabel de Borbón, Princesa Española de paso por Argentina, recibida en el Puerto por el Intendente Manuel Güiraldes, padre del autor de Don Segundo Sombra; pero antes de ello ya Eduardo Arolas, mocito pintón y tocador del fuelle, había compuesto el tanguito “Una noche de garufa” que se coló primero en peringundines equívocos y escaló luego los más pulcros escenarios. Pero es por la ruta de Europa por donde vino a colársenos en el alma esa voluptuosa enfermedad que contrajimos en los años mozos y contra la cual no ha sido posible descubrir vacuna alguna. El Papa Pío X ya había absuelto al tango y declarándole inocente de todo cariz obsceno, anatema compartido bizarramente por Leopoldo Lugones que insistía en mantener la vigencia de la gavota y el minué, en tanto que Florencio Parravicini, figura mayor de los escenarios porteños, estimulaba a Enrique García Velloso para que estrenara su El Tango en París y no disimulaba su euforia por haber sido honrado con la dedicatoria del tango “El Cachafaz”, aunque años después Angel Villoldo al componer una letra para la música de Gregorio Aróstegui (Manuel Aróztegui), dedicara su creación a Benito Bianquet, El Cachafaz, por apodo. Y no es que me salga del tema, sino que es necesario recrear la composición del lugar que, por tales fechas la ocupaban ya Enrique Saborido y Carlos Vicente Geroni Flores, quienes se soltaron a bailar el tango en los salones que bordean el Parc Monceau con marquesas y modistillas, en palacios y prostíbulos; y también Ricardo Güiraldes, entre novelas y poemas de Buenos Aires a su campo en San Antonio de Areco, entre París y los grandes transatlánticos de la Belle Epoque, tañendo su guitarra, ejecutando tangos al piano, estrechando el talle de Madame Ivette Güeté o el más cimbreante de la Ana Pavlova, contribuía a extraer al tango de aquel gratuito prejuicio de que solamente lo ejecutaban los atorrantes y los libertinos. Para 1920 ya Villoldo, los Gobbi, los Mendizábal, los Castriota, los Poncio, los de Bassi, los Canaro, los Santos Discépolo, los Saborido y, en fin cientos más de genios de la poesía popular y compositores de esa aún ahora indefinible melodía, lo habían introducido en lo más hondo de la sensibilidad colectiva; España, Francia, Polonia, ya bailaban tango cuando en la segunda década del siglo el Ecuador se contagió también; pues, sí, se «inficcionó» al decir de Raúl Andrade, grande y puntual cronista de Quito, quien escribiera que la primera guerra mundial nos dejó dos enfermedades «la gripe española y el tango argentino, que de la primera nos repusimos pronto, de la segunda nunca».

Sin embargo hasta entonces el tango no era sino una música más, insinuante, sugeridora, penetrante, voluptuosa, indefinible, pero aún no se convertía en rito. Es Carlos Gardel el gran sacerdote pagano que descubre la liturgia encerrada en esa catedral de sueños forjados por una deslumbrante coincidencia de melodías y vaticinios poéticos; es Gardel, gran actor, quien dice el texto literario en íntima consonancia con el texto musical; no es el cantor mecánico que nos fascina con su voz; no: es el creador permanente que nos sorprende con un reiterado milagro emocional.

Cuando lo conocemos en Quito ya ha dejado, por supuesto, la música «pajuerana» de su adolescencia; ya es el denunciador de el “Silencio”, el melancólico de “El bulín de la calle Ayacucho”, el nostálgico de “Mi Buenos Aires querido”, el festivo de “Se acabaron los otarios”, el dramático de “Cuesta abajo”, el sarcástico de “Qué querés con esa cara”; de rondón se nos mostró como el prototipo a ser encarnado, como el adelantado de nuestras obsesiones sensuales, de los deseos insatisfechos de nosotros, mozos pobretones, orgullosos y mitómanos.

Data de entonces mi amistad hacia Gardel. Lastimosamente cuando quise hacérselo saber, llegó primero la tragedia de Medellín. Recién había leído Don Segundo Sombra, cuando la prensa de Quito informó que durante su viaje a España, a bordo del Comte Verde, Gardel logró que el capitán del transatlántico detuviera la marcha de las máquinas e invitara a todos los pasajeros y a la tripulación a rendir un silencioso homenaje de pesar a Ricardo Güiraldes, cuyos restos mortales regresaban de París a enterrarse en Buenos Aires. Esa actitud egregia en mitad del océano descubría el material sutil de que estaba hecho el payador, el burrero, el taura del Abasto. Era mucho más que una sonrisa y una hermosa voz: era una manera de ser. Decía que su patria era el tango y que su capital estaba en la calle Corrientes; no renunciaba a su madre planchadora cuando ya era socio del aristocrático Jockey Club, ni se refería con vanidad a la bala alojada en su pulmón y que le fuera disparada cuando defendía a un amigo al salir de una fiesta; le daba igual perder una millonada de pesos apostados a las patas de su caballo, que regresarse de Barcelona, renunciando a actuar en sus teatros, para retomar urgido a Buenos Aires a cobrar el premio ganado por su «alazán de mirada oriental», jineteado por Leguisamo, afortunado donatario final de jugosa recompensa; ante los criollazos del café porteño no presumía de su amistad con Chaplin, ni con la Baronesa Wakefield, ni de la admiración que su conocimiento del lunfardo había provocado en Jacinto Benavente; sencillo, risueño, empilchado con impecable smoking, o vestido con las gruesas bombachas pampeanas; siempre amigazo, con las palmas de las manos plenas de viento, abiertas al horizonte, sin empuñar nada con los dedos engarfiados, era una manera de ser.

Por todo eso, cuando concurríamos a las funciones del Teatro Edén, en Quito, taconeábamos con furor, haciendo retumbar el piso de madera hasta conseguir que el operador repitiese una y otra vez, sin hastiarnos nunca de escuchar embelesados, las confidencias del “Arrabal amargo”, “Soledad”, “Cuesta abajo”; “Golondrinas”; “Amores de estudiante”; que eran como nuestras propias confidencias, como el sensible tejido interno que fuera dulcemente lastimado por el fraseo melódico y poético cargado de intenciones. ¡Qué lindos tiempos! de amor y de esperanza.

Era el mes de junio del 35, mi amigo y yo tiramos las notas estudiantiles que debíamos repasar para rendir los exámenes del tercer curso de secundaria. Entre viajar a Cali a escuchar a Gardel o ganar la promoción escolar, preferimos perder el año y marchamos a Colombia, eludiendo la guardia fronteriza, unas veces de balde en camiones y autobuses y otras a pie por las veredas cubiertas de frailejones y espinas en los helados caminos de herradura de los páramos de El Ángel. No podíamos prever que, llegados a Pasto, íbamos a enterarnos que ya no tenía objeto continuar la aventura: el ídolo había muerto en Medellín la víspera de su debut en Cali. Penoso retorno; aterido el cuerpo por la gelidez del páramo y sobrecogido el ánimo ante la previsible sanción de los progenitores. Mientras el viento congelante se colaba por las uniones del destartalado carromato que daba saltos sobre una carretera que era más el clásico camino de cabras o, caminantes, tratábamos de darnos calor estrechando con los brazos nuestros propios cuerpos, cada vez que nos agobiaban más el frío y la pesadumbre. Eramos casi unos niños y el «volver con la frente marchita», o «buscando un pecho fraterno para morir abrazado» daban paso al «Fuerza canejo sufra y no llore, que un hombre macho no debe llorar», melodías que se amalgamaban , se entrelazaban con el acompasado rumor del viento y el ondular de los pajonales, creando el preciso marco para nuestra desolación.

Frente a los fenómenos de la naturaleza, a las páginas del libro, al cuadro, o escuchando una canción, cada persona elabora su propia historia, concibe su cuento singular: el de quienes éramos alborada en los años 30, de alguna manera fuimos tocados por el encantamiento gardeliano, por disfrazarse de magnate, con chistera y todo, por su rutilante y torcida sonrisa de señorito malevo, por la alcurnia con que entonaba la poesía de Le Pera, por ser un afortunado mozalbete de barrio, como lo éramos todos entonces, aunque sin fortuna, por todo eso lo adoptamos como ejemplo y paradigma. Por eso es que lo recordamos tan fielmente, por eso se explica lo inextinguible de su memoria, porque era nuestro familiar y nuestro amigo, nuestro compañero, adherido a las primeras experiencias, a ese embriagante, oscuro y palpitante descubrimiento del amor en germen, esperándonos en su tibio y húmedo regazo, forzado por el canto a revelarnos su, para entonces, misteriosa incógnita.

Almeida Urrutia: Nació en Riobamba, Fue maestro de Primeras Letras en el Oriente Ecuatoriano. Escritor y periodista, popularizó en la prensa del país el seudónimo "Doctor Guillotín "al pie de sus comentarios sobre la actualidad política nacional e internacional. Fue director del diario "La Tierra" del Partido Socialista. Su novela "Sobre el árbol abatido" mereció elogiosos conceptos de la crítica especializada. Fue Secretario del Congreso Nacional, Secretario General de la Administración, encargado de negocios en El Salvador; Ministro Consejero en París; Embajador en México, Perú, Santa Sede y Argentina y Embajador adjunto ante el gobierno de Salvador Allende en la República de Chile.