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Por
Ricardo Descalzi

06. Carlos Gardel: símbolo y síntesis del tango

arias generaciones ecuatorianas, y por qué no decirlo americanas de habla española y portuguesa para no referirnos solamente a la nación Argentina, mecieron su niñez, su adolescencia y juventud bajo el arrullo sentimental y rítmico del tango. Casi desde comienzos del siglo su música y la honda fascinación de sus letras alimentaron esperanzas y alegrías, desengaños y tristezas y, en más de los casos, acunó esa apacible melancolía consubstancial con los espíritus sensibles, cuando la tarde juega en las horas de la luz agonizante y la penumbra en camino.

Porque el tango si en muchas ocasiones es un sollozo, es también la lágrima detenida, la añoranza que invade el espíritu llenándolo de reminiscencias o el desfile musical de la tragedia multiplicada en centenares de facetas, con la vivencia que entrega su historia: relato condensado en poesía, tallado de pasión, reclamo y congoja.

Así llegó a nosotros allá, en los años en que arborizaba la niñez, sin mayor conciencia de su presencia, enredando nuestra sensibilidad bajo el sutil acento que entrega en sus melodías dolientes, arrastradas, acompasadas, cadenciosas, como suele golpear la angustia al ritmo de las notas que marcan los bandoneones sollozantes.

No podríamos asegurarlo, pero sin duda debió ser la voz premonitoria de Carlos Gardel cuando en la década del veinte, llegó a la fonola el cálido acento de los primeros tangos.

Inútil recordar sus títulos, se halla tan lejano el tiempo, pero sí rememorar algo de sus estrofas: «la percanta está triste/ qué tendrá la percanta/ en sus ojos hinchados asoma una lágrima/ rueda y se planta/. La percanta está triste/ no hace más que gemir/ ya no ríe, no baila, no canta/ y la pobre percanta se puede morir».

O aquellos otros: «....del cabaret al hospital, donde a nadie encontró/ Pobre percanta que pasa la vida/ entre la farra, milonga y champán/ que tiene herida su almita perdida/ y entregada a un pobre bacán/. Su ilusión murió en el cabaret/ al compás de un tango compadrón/ y al sentir perdida ya su fe/ sintió su corazón/ transido de emoción».

Sin duda algún porteño identificará estas letras con el título del tango al que pertenecen, para luego llegarnos al recuerdo: “Loca”, “Che papusa oí”, «Corrientes 348», «Muere la luz cuando la tarde muere» y mucho más. De este modo el tango fue encaramando su presencia en la vida cotidiana de Quito, imponiendo su ritmo en fiestas populares y familiares, aparte del danzarín que se lucía al bailarlo con las figuras, llamadas de salón, frente al tango «apache» de procedencia francesa.

Su popularidad, ¡quién lo creyera!, la sembraron dos rapsodas chilenos, ciegos, quienes acompañados de sus guitarras, en escenarios disímiles entre calles y plazoletas del centro de la ciudad, (los recuerdos sentados en el antepecho de la plazoleta de San Agustín), cantaban acompañados de sus guitarras los tangos que se volvieron populares en esos años, como: “Adiós muchachos”, “La última copa”, "Organito de la tarde” y tantos otros, cuyas letras las vendían en cuadernillos, siendo éste su negocio.

De este modo se aclimató el tango, tanto que un compositor nuestro llegó a producir el llamado “Te vas, te vas madre mía”, tango quiteño junto a otros que la memoria los ha olvidado. Luego llegaron cupletistas como Esperanza Iris, Pilar Arcos y otras de fama internacional, que nos dejaron “Fumando espero”, “Tango negro”, “El Viejo Almacén”, aparte de “La cumparsita” ya aclimatada en años anteriores.

Fue en este momento cuando nos impresionó la voz y la figura de Carlos Gardel en su primera película: Luces de Buenos Aires, con tal impacto en el ambiente, que de inmediato lo empezamos a admirar y a querer. Esta película nos trajo “Tomo y obligo” que el público asistente a los cines aplaudía con tal vehemencia, que el operador se veía obligado a detener la proyección para reprisarla dos o tres veces. También nos trajo la ranchera “Al pie de un rosal florido” y otras canciones inolvidables. Desde entonces el anuncio de una película de Carlos Gardel abarrotaba las salas transformándose en el ídolo del tango. Lo vimos en Melodía de arrabal, Cuesta abajo, El día que me quieras, El tango en Broadway, Tango Bar, donde sus tangos palpitaban de emoción. No podemos olvidar “Silencio”, “El día que me quieras”, “Mi Buenos Aires querido”, “Melodía de arrabal”, “Por una cabeza”, “Amores de estudiante”, “Volver” y muchos, pero muchos más. En esta forma fue tomando estatura Carlitos Gardel, hasta ser héroe, el personaje obligado de nuestra generación. Porque, ¿quien no conocía su música sentimental y sus letras, resumen de un momento de dolor y angustia? ¿quién no identificaba su rostro, su estampa varonil y su voz que era tango vivo, nacida para él, para entregarnos la fuerza expresiva de su calidad humana?

Cuando Quito se enteró de su trágica muerte, las lágrimas brotaron a los ojos, incrédulos ante la tragedia. Creció entonces su personalidad que aún calienta las cenizas del recuerdo. Después, en el silencio del corazón de quienes lo quisimos, acompañamos las sesenta cuadras de llanto, el día en que fue sepultado en su «Buenos Aires querido».

Ricardo Descalzi: Nació en Riobamba en 1912. Escritor e historiador es miembro de la Academia Nacional de la Historia del Ecuador. Alternó el estudio de la Historia con el ejercicio de la medicina, publicando dos libros sobre cancerología. En 1932 publicó Gismondo (novela) y en 1950 obtuvo el Primer Premio Nacional de Teatro con su obra Clamor de sombras. Entre sus obras más importantes se destacan la novela Saloya e Historia y crítica del teatro ecuatoriano (6 volúmnes) y La Real Audiencia de Quito, claustro de los Andes. Fue cónsul general en Amberes y entre las distinciones recibidas pueden mencionarse el premio de la Casa de la Cultura de Guayaquil, los de la Universidad Central del Ecuador de 1963 y 1968, el Premio Tobar del Municipio de Quito y el Premio Hiliar de Guayaquil. Descalzi es editorialista de importantes órganos de prensa del Ecuador.