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Tango
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Tango
Lo han visto con otra
Tango
Silencio
Tango
Yira yira
Tango
Por
Nicolás Kingman
10. Aquel maldito tango
n la Quito cautiva de antaño, ciudad de estrechas y limitadas lindes, de calles taciturnas y empinadas, campanarios seniles, casas con balcones combados y zaguanes profundos desde donde salían —entre plegarias— los ecos espectrales del pasado. En esa ciudad adormecida y nostálgica, brumosa, a la que las nuevas sobre los sucesos mundiales llegaban por correo o cablegramas siempre rezagados; también las modas (como la de la melena pibe y la falda corta en las mujeres o los pantalones Oxford y el sinsombrerismo en los hombres), para no alarmar al beaterio y evitar excomuniones, aparecían cuando ya en otras latitudes (según las versiones que traían hazañosos viajeros) se consideraban vetustas y ya habían sido reemplazadas.
Cosa igual ocurría con la música nacida en las entrañas de distantes y distintas naciones. Nos llegaron tarde la zarzuela, el cuplé y el bolero, así como el one-step, el foxtrot y el charleston. Pero, ¡oh! manes del espíritu jubiloso de los pueblos, llegaron por fortuna cuando aún estaban en boga.
El tango («aquel maldito tango, para los espíritus atribulados») arribó a nuestras playas tropicales para compadrearse con el pasillo y muy pronto trepó hacia estas altitudes andinas. Parece que esto ocurrió (a juzgar de los testimonios de noctámbulos cronistas de la época) allá por los albores de los años veinte cuando ya, como avezado trotamundos, había conquistado París y aventurándose por lejanas comarcas del orbe. Lo que demuestra que en su osado itinerario no nos dejó olvidados, habiéndonos llegado inicialmente modesto, parvo y resumido en discos que tocaban afónicos gramófonos de manija, cuerda y bocina, en cuya caja exhibíase el grabado de un manso dogo escuchando atento «la voz del amo».
Eso fue lo primero. Después, cómicos de la legua —faranduleros— al presentarse en teatros tan modestos como La Puerta del sol o el Popular, bailaban y cantaban tangos arrabaleros, (insertados en su repertorio como por compromiso), logrando conmover hasta el paroxismo a los de la cazuela que exigían a gritos la reprise, Así, sin pretensiones, fue manifestándose entre nosotros el tango en su etapa inicial, divulgándose sin reticencias en el estado llano que huérfano de grandes espectáculos y diversiones —lo adoptó como a un hijo pródigo—, anticipándose a los empingorotados señorones de la burguesía (tal como ocurrió en Buenos Aires) que luego de muchas vacilaciones y sólo por ponerse a tono con la mode de París, lo acogieron para introducirlo subrepticiamente en sus clubes exclusivos y elegantes salones.
Por esa época y cuando para llegar a Quito se necesitaban dos largos días de viaje en un tren sediento que se detenía para tomar agua cada veinte o treinta kilómetros; en aquellos tiempos de
la tranvía
, de los primeros Ford roncadores, en los que el tañir de campanas desde los maitines al ocaso, marcaban el ritmo parsimonioso de sus habitantes; en ese entonces, en las plazas y parques de la ciudad, asomaron mal trajeados, tres guitarristas y cantores (ciegos de nacimiento) que lograban con sus tangos convocar muchedumbres.
Se contentaban con las dádivas de quienes los escuchaban, pero eran tan sentidas sus canciones, tan tiernos y patéticos los dramas que en ellas se relataban, que a muchos de los espectadores les era imposible ocultar las lágrimas. El manto de la noche cobijando al vecindario, el arrabal amargo metido en la vida como la condena de una maldición, el malevo guapo de mirar insolente, aquella fea pobrecita procurando que el mundo no la vea, el organito crepuscular, la flaca vestida de pebeta, la calle Corrientes 348 sin porteros ni vecinos; y en fin, toda una amalgama de personajes y una descripción poética de paisajes y barriadas porteñas, eran los temas de esas canciones conmovedoras que dejaron una profunda huella en el alma popular. Pero un día....
Un acucioso intendente de policía, luego de prolijas investigaciones, descubrió que los tales cantantes no eran ciegos o lo eran de conveniencia y al no serlo —acusaba— habían embaucado malamente al candoroso público quiteño, razón suficiente para sancionarlos prohibiéndoles sus andanzas trastabillantes y sin lazarillo y, sobre todo, el volver a cantar.
Aquél sólo fue un incidente pintoresco y pasajero en la seductora y, desde «los tiempos aquellos», activa y persistente vivencia del tango en esta tierra ecuatorial. Agustín Magaldi ya era escuchado con unción gracias a las selecciones que por acá llegaban, cuando se presentó en el Teatro Sucre el trío formado por Irusta, Fugazot y Demare, batiendo todos los récords de taquilla. Pronto escucharíamos a Carlitos Gardel y con él cuántas y tantas inolvidables canciones tangueras como “
La cumparsita
”, “
Yira yira
”, “
Caminito
”, “
Silencio
”, “
Lo han visto con otra
”, “Anclao en París” y “
Esta noche me emborracho
”... así sea “La última copa”.
Para qué hablar del aciago día en que supimos la muerte de Gardel. Ocurrió cuando ansiosamente lo esperábamos para conocerlo personalmente y tributarle admiración. Para qué ahondar en ese doloroso recuerdo. Para qué, cuando bien sabemos que lo de su muerte es una leyenda, ya que Gardel está a cada instante con nosotros entregándonos su voz, su alma y sus tangos.
Nicolás Kingman: Nació en Loja en 1918. Su primer libro apareció en 1978 con prólogo de Benjamín Carrión, luego de una dilatada carrera como publicista y periodista en distintos medios de difusión del Ecuador. Esta primera manifestación literaria fue una colección de cuentos titulada
Comida para locos
. Su segundo libro
Dioses, semidioses y astronautas
obtuvo, en 1982, el Primer Premio Nacional otorgado por la Municipalidad de Quito. Novoa Arízaga sostiene que «hay un hálito de humor inofensivo, como constante de una novela que por su originalidad está dispuesta a luchar por su sitio en el panorama literario del Ecuador». Kingman desempeña actualmente la dirección del diario La Hora, de Quito.
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