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Cuesta abajo Tango
Volver Tango
Por
Abdón Ubidia

17. ¡Qué tango!

ardel vino a Quito en los años cincuenta. Entonces la ciudad, casi reducida al centro histórico, se mostraba —según el orgullo recoleto de sus habitantes— muy «Franciscana y conventual». Plazas adoquinadas, iglesias y campanarios, tejados inmemoriales, escalinatas, cuestas espeluznantes, postes de eucalipto con un solitario foco mortecino y un enredo de alambres retorcidos y negros, amén de lomas y quebraduras, le daban una imagen tortuosa y crispada. Ni el moderno norte, ni el nuevo sur, algo anchos y algo planos, existían aún. De modo que Quito no era este Quito. Tampoco ese Gardel era Gardel. Era una copia ambulante, disminuida y sola, que llegó a nuestra aldea andina —a la sazón un poco rehusada por los viajeros—, vestido, peinado y cantando como el Maestro. La imitación era perfecta. Días de la radio, al fin, se presentaba en los auditorios de entonces: cincuenta sillas dispuestas en torno a un escenario minúsculo con un enorme micrófono en el centro. Pero eso no era todo. El hombre también había escrito un libreto: una biografía de Gardel, por supuesto. De manera que, durante meses, los radioescuchas quiteños pudimos revivir, entre tango y tango, las aventuras, búsquedas y pasiones del Zorzal Criollo, actuadas precisamente por quien había consagrado su vida a la tarea de parecérsele, mejor: de ser como él; más bien: de reencarnarlo.

Un día el «émulo de Gardel», se fue de la ciudad y nunca más se supo de él.

No recuerdo su nombre y hasta dudo de que fuese argentino. Es decir que, al menos en mi memoria, se consumó de perfecta manera el destino de un artista que solo quiso para sí la fusión total con el Maestro. Entonces yo era un niño y no había leído a Borges ni sospechaba sus caros juegos con las ideas del doble y del otro. No podía saber, pues, que tenía muy cerca de mí a otro Gardel, solo que sin fortuna y sin gloria, la perfecta imagen de un Gardel anónimo. No podía saber tampoco que ese hombre apenas estaba repitiendo el destino de tantos otros soñadores empecinados en alcanzar un sueño que ya se había acabado.

De todos modos el «émulo» dio sentido a muchas incógnitas que vagaban sin rumbo en el mar de mi mente confusa y dispersa: la palabra tango, las canciones que cantaba mamá, a la sordina, antes de que papá llegara a la hora del almuerzo; las vívidas nostalgias de la abuela y de la tía abuela (que de jóvenes habían tocado la guitarra y la mandolina) y también de la tía soltera, cuando recordaban las viejas películas. Y, no faltaba más: los bailes audaces, geométricos, del tío donjuán con la novia de turno, o los cantos del tío cantor, quien aparte de vivir en la selva, tenía en la familia el incurable estigma de ser masón y ateo.

Esa fue mi temprana introducción al mundo del tango y, en especial, de Gardel. “Volver”, “Cuesta abajo”, “Adiós muchachos” ¿cuántos miles de veces no los habré tratado de cantar con mis sucesivas voces, a sucesivas novias, reales o imaginadas, a lo largo de los sucesivos años? El misterio es grande: ¿qué tenían que ver con mis ansiedades íntimas esas letras que hablaban de volver a un Buenos Aires del que yo nunca había partido, o de añorarlo desde un París remoto, o, para colmo, que cantaban a pebetas hundidas en el fango? Nada. ¿Nada? Tal vez sí. Tal vez el tango nos sirva justamente para eso: para alcanzar un estado de ánimo propicio a los sensibleros y necesarios desbordes del corazón, para acuciarlo con las nostalgias de lo que nunca se tuvo, de lo no vivido, para obtener, por reflejo directo, una imagen virtual, agrandada y atroz, que nos muestre mejor, de una vez y para siempre, todas las nostalgias que somos capaces de sentir. Porque si de sentir se trata nada será más apropiado que un tango.

Si no fuese así, si el tango no nos sirviese para evocar aquello que no hemos tenido (incluso los riesgos sentimentales de una vida marginal y pendenciera, aunque no solo eso), entonces únicamente debería ser disfrutado por los porteños, y aún más, por los porteños de ciertos barrios perdidos.

No se trata de expropiarle a Buenos Aires su canción predilecta. De ninguna manera. Pero vale decir que la legión no porteña de amantes del tango es inmensa. Y vale añadir que tal vez sea porque el tango nos proporciona lo mismo que la poesía, la literatura y el arte en general: la posibilidad momentánea de ser otros, de vivir otras vidas, de robarle algo más al vasto mundo que nos rodea y que apenas es nuestro.
Pero habría que agregar que el tango impone, además de lo dicho, lo específico suyo: una manera heroica de asumir el fracaso, las traiciones, o el simple sufrimiento de haber perdido lo que alguna vez se tuvo.

Porque si gracias a él añoramos lo que no fue nuestro, también añoramos —por una suerte de inducción paralela y complementaria— lo que sí lo fue: pero ya no.
Esto sirve tanto para el tango de Gardel como para el que vino luego. Y me es inevitable recordar la caudalosa orquesta de Troilo acompañando a Edmundo Rivero, o la voz de Susana Rinaldi cantando a Cátulo Castillo o a Homero Manzi, o el timbre perfecto de Julio Sosa y también los juegos de estilo de Alberto Castillo y Roberto Goyeneche, eso para no hablar de quien le dotó de un rostro actual al tango: Piazzola. En todos ellos y cuántos más, pero sobre todo en ellos que son mis preferidos, el lenguaje tango, la pasión tango, el sentimiento tango, se expresan de una manera cabal y completa. Ellos crean —como dice Sabato— «un ser profundo que medita el paso del tiempo», y que lo hace a golpes de un desdeñoso dolor, hecho de adioses y viejas heridas.

El paso del tiempo. Cómo no echar una lagrimita por él cuando recordamos todo aquello que ya no es: esa vieja ciudad, esa familia, esas novias, nosotros mismos cuando perseguíamos -como el anónimo cantor antes evocado- algún enorme sueño ya muerto. Sí: es como para decimos: «¡Qué tango, Dios, qué tango!». Y con algo del estilo de Gardel.

Abdón Ubidia: Ensayista y escritor, nacido en Quito en 1944, obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1979 con su libro de relatos Bajo el mismo extraño cielo. En 1986 volvió a conquistar la misma distinción con su novela Sueño de lobos, obra consagrada, además, como «El mejor libro del año» por la revista Vistazo. Entre sus obras publicadas se destacan La poesía popular ecuatoriana (1982) y Divertimentos o Libro de fantasías y utopías (1989). Es director de la revista cultural Palabra suelta y en breve publicará su Antología del cuento ecuatoriano contemporáneo, —40 autores nacidos a partir de 1940—.