Por
Osvaldo Soriano

Demare - Entrevista a Lucio Demare

l periodista y escritor Osvaldo Soriano le realizó una larga entrevista a Lucio Demare, que fue publicada en la sección cultural del desaparecido diario La Opinión, eso ocurrió el día 27 de enero de 1974.

Demare deslizaba sus dedos en el teclado del piano con la misma sensibilidad con que compuso tangos de sentida melodía. El hombre y su expresión a través de la música fueron una misma cosa, sin diferencias, su bonhomía se traslucía en su música. Romántico como ninguno en la ejecución de su instrumento.

Nació el 9 de agosto de 1906 y también en Buenos Aires falleció el 6 de marzo de 1974. De sus composiciones se destacan “Dandy”, “Mañana zarpa un barco”, “Sorbos amargos”, “Pa' mí es igual”, “Negra María”, “Malena”, “Lupe”, “Mañanitas de Monmartre”, “Tal vez será su voz”, “Mientras viva”, “Más allá de mi rencor”, “Hermana”, “Telón”, “No nos veremos más”, “Milonga en rojo” y otras.

«Nací en la zona del mercado de Abasto, cerca de la esquina de las calles Gallo y San Luis. Era el corazón de la ciudad. A mí siempre me gustó lo que es porteño, el barrio, los amigos. A los cinco años mis padres me llevaron un poco más allá, a Colegiales. Yo no tuve calle a esa edad, tuve piano. Pero fue piano auténticamente porque lo sentía así.

«Vivíamos toda la familia en dos piezas. Mi madre me llamaba diciéndome que se enfriaba la comida, y como no iba, me amenazaba con tirármela, pero yo seguía en el piano. Esas cosas en mí eran sinceras, yo las sentía así. Creo que nací para la música. Ahora de donde me salió, no sé.

«Papá era músico, alumno de Galvani en el conservatorio de Santa Cecilia, un buen violinista. No sé si yo heredé la música de él. Me enseñó algo de teoría, solfeo y teclado. Después tuve un maestro por dos años. Pasado ese lapso el maestro me dijo: «Yo no tengo más nada que enseñarte».

«Mi viejo tocaba con el padre de Francisco Amicarelli y éste le dijo un día: «Mirá, si tu hijo tiene las condiciones que vos decís, yo tengo un maestro para él». El maestro era Scaramuzza, quien tenía una particularidad: si uno no tenía las condiciones que él requería, lo mandaba al ablande con su señora o con su hermana, y si no lo echaba. Tuve la suerte de que me tomara. El maestro me quitó todos los vicios que yo tenía y que requerían tiempo para modificar. Me enseñó la manera de colocar las manos, el relajamiento de los brazos y otras cosas. Lo pude captar y me quiso mucho.

«A los seis años me senté por primera vez al piano y a los ocho ya me ganaba la vida con la música. Sacaba cuarenta pesos mensuales en un cine cerca de mi casa acompañando la proyección de las películas mudas. Tocaba desde las dos de la tarde hasta las doce de la noche. Aun siendo un trabajo lo hacía con cariño, esto era por el año 1914, desde entonces no paro de trabajar.

«En ese cine, una vez vino un señor con su hija para hacerla ensayar. La chica era también precoz. Esperó hasta las doce de la noche cuando terminaba el cine. Puso las carpetas en el piano y preguntó por el maestro. Cuando me vio venir a mí, de pantalón corto, levantó las carpetas y se quiso mandar a mudar. No entendía razones, hasta que llegó el dueño y le propuso: «Escúchelo a este chico que anda bien». El hombre lo volvió a pensar y decidió escucharme. Yo comencé a tocar. Al rato comenzó a acercarse a mí y a dar vuelta las hojas, y cuando habían pasado seis u ocho temas le dije: «Mire señor, me imagino que su hija canta muy bien, porque yo dos veces no ensayo». Era el padre de Imperio Argentina, la chiquita. Por entonces la nena se llamaba Petit Imperio. Después se entusiasmó mucho, estaba loco conmigo. Me quiso llevar a una gira al sur y empezó a discutir con mi padre, no de números, pero sí de pasajes de ida y vuelta en el bolsillo y finalmente no fui con ellos. En el cine tocaba fragmentos de óperas, canciones, de todo menos tango. El tango era algo que estaba en la calle y en un sector determinado. Además era cosa de personas mayores.

«Después para mí vino el jazz. Comencé a tocar con Nicolás Verona, que desde su banjo dirigía la orquesta, fue en el cine Real de la calle Esmeralda. Estuve con él unos tres años. En este cine, como en otros, se estilaba presentar tres orquestas. La clásica en el foso, una jazz en un palquito y la típica en otro. Esto duró hasta que vino Adolfo Carabelli y me sacó del Cine Real para llevarme a un cabaret el Tabarís. El problema era que yo pisaba los 16 años y no podía trabajar en ese lugar como menor. Claro, no se me veía mucho, no era alto y entonces le dije a mi vieja que debía ponerme los pantalones largos, porque trabaja en el cine con los cortos, y mi vieja quería los largos para los 18 años, como buena tana que era. Entonces le dije: «Pero vieja, es un cabaret, no puedo ir así, es ridículo!» Y me puse los lompa para ir al Tabarís.

«En el Tabarís estuve balbuceando algunos tangos, con entusiasmo porque me gustaba mucho. Pero entonces no lo veía como mi música exclusiva para el trabajo, porque una cosa es lo que está escrito y otra el swing, el yeite que se debe tener para tocarlo, como cualquier música popular.

«Mi maestro en el tango fue Minotto Di Cicco. Él fue quien me dijo lo que tenía que hacer. Todo esto lo hacía cuando Canaro se iba, a las tres de la mañana porque él no quería que su orquesta funcionara con otros elementos que no fueran los suyos. Unos meses más tarde, le dije a Canaro que me llevara a Europa. Me preguntó que quería hacer y le respondí: «Tango». «Usted no sabe tocar el tango», me contestó. Yo, desde el palco de enfrente, el de jazz, le contesté que estaba aprendiendo que me gustaba. No contestó nada. Pasó un tiempito y un día me pregunta si todavía andaba con ganas de ir a París. Estuve dos años con él, era 1926, y yo andaba por los 19 años.

«En 1927 conocí a Carlos Gardel, era la época en que yo con Canaro solamente hacía tangos y compuse algunos a los que no recuerdo si les puse títulos, así de entrada. Uno de ellos fue luego “Mañanitas de Montmartre”. A Canaro le decíamos Pirincho, pero los hermanos lo llamaban Kaiser, porque era un tipo muy duro. Tuve con él muchas cosas gratas, como el viaje a Europa, en donde lo vi serio, responsable, con visión para las cosas.

«“Mañanitas de Montmartre” lo estrené en público sin título y sin anunciarlo. Y desde varias mesas más allá me mandaron a preguntar cómo se llamaba el tango. Me entusiasmé por la receptividad e hice “Dandy”. Que por supuesto no se llamaba así, no tenía nombre. Después le pusieron la letra y el título y me lo estrenó Gardel.

«El día del estreno tocaba el piano y de repente me lo veo a Gardel al lado mío. Estábamos en el Ambassador, de París, en la Place de la Concorde, un lugar como podía haber sido en Buenos Aires el Armenonville, un restaurante muy distinguido. Allí vi debutar a Paul Whitman. Yo no lo podía creer. Tomé un cuaderno de él y me lo puse sobre el pecho como quien tiene un hijo. Estaban sus atriles, sus cuadernos y llegó para un ensayo con la orquesta en pleno, y su cuarteto vocal donde estaba Bing Crosby.

«También vi allí una compañía del Folies Bergere, pero de negros, cosa que no había visto nunca. También conocí a Rodolfo Valentino. No hablé con él, pero fue la primera vez que vi a una persona con un smocking totalmente blanco. Recuerdo cuando Lindberg cruzó el «charco» con su avión y París no durmió esa noche. Era una época que me parece mentira haberla vivido.

«Todo era accesible. Un peso nuestro valía diez francos. Cuando llegué a París vi un montoncito de músicos, eran los de Canaro, los de Bianco-Bachicha, los de Manuel Pizarro, todos con su automóvil. Para mí el coche llegó recién a los ocho o diez meses, porque me fui únicamente con mi padre y quería llevar a mi madre también y a mis dos hermanos. Hasta que no lo hice no paré. Mi primer automóvil costó 23.000 francos. Y cuando lo tuve, no sabía qué hacer con él, no tenía tiempo de manejarlo, porque trabajaba desde las cinco de la tarde a las cuatro de la mañana. Recién a esa hora daba una vuelta y nada más.

«Canaro era un personaje. Recuerdo que tenía una hermosa voiturette y había decidido comprarse unos guantes para manejar. Un día, se encontró con mi viejo y le pidió que lo acompañara a una tienda. Los atendió una vendedora muy simpática. «¿Qué quieren?», les preguntó. «Unos guantes para manejar», contestó Canaro. La vendedora preguntó «Quelle mesure?» (¿De qué medida?), y Canaro entendió «Quelle voiture?» (¿Qué auto?). Entonces se puso ancho y respondió: «Renault». La mujer lo miró sorprendida. Entonces, Canaro agregó: «Diez C.V. y otras cosas más». Cuando se aclaró la confusión Canaro estaba muerto de vergüenza. Se dio vuelta y le dijo a mi padre en voz baja: «Estos extranjeros me tienen podrido».



«Conseguí un departamento para mi madre, con cocina, baño y algunos muebles bastante buenos, por solamente 750 francos por mes. Yo ganaba 600, por día. Así se podía vivir. En esa época había mucha gente que se iba a París porque sí, vagaban por las calles tratando de encontrar un mango por algún lado. Eran cantores malogrados o músicos faltos de conducta, que estaban en un trabajo no más de 15 días y después se tiraban dos meses sin hacer nada. Esa gente siempre trataba de acercarse a compatriotas argentinos para que les dieran algo. Algunos se creían cantores y, en realidad, no eran nada, o se creían músicos y ni siquiera leían. Era el tipo vivo, el que esperaba la oportunidad para que alguien se descuidara y poder «dársela».

«Paraban todos en la Rue Pigalle y en Notre Dame. Esos eran «los anclaos en París». En ese tiempo, Gardel venía de debutar en el Gaumont, que era un music-hall donde se veían las atracciones internacionales. Tuvo su éxito, pero la ovación se la hacían las mujeres. Para ellas Gardel era como algo del más allá.

«Con nosotros era un tipo campechano, le gustaba compartir la sinceridad del porteño, pero en cuanto veía una cosa rara se ponía mal. Una vez supo de un cantor que lo imitaba, se lo comentaron los amigos. No dijo nada, pero un día llegó a sus manos un disco en el cual la grabación era de Gardel pero el nombre estaba superpuesto por el del imitador. Entonces lo fue a buscar y simplemente le dijo: «No muchachos, esto ya es fulero». Esos tipos eran una plaga. Cualquiera que supiera tocar un instrumento o cantar un poco se iba a París para aprovechar la fama de los otros.

«Yo no llegué a tratar mucho a Gardel. Cuando se paró al lado mío en el Ambassador me preguntó cómo era “Dandy”. Entonces concertamos un ensayo en casa. Vino como un señorito, a la hora que habíamos convenido. Después lo invité a comer un puchero y me dijo: «¿Tu vieja qué es, tana o gallega?». «Tana», le contesté. «Entonces quiero comer pasta». Arreglamos para el día siguiente, para comer unos ravioles. Y mientras mi vieja estaba en la cocina preparando los ravioles le cantó “Dandy” y le dijo: «Mire, esta pieza es de su hijo y con ella hago un gol».

«Era un tipo serio y de pocas palabras. Un gran tipo por lo que pude ver. Y cuento esto sin el ánimo de mistificar más a alguien a quien nadie le encuentra defectos. Él podría tenerlos, pero no era fácil verlos. Ayudaba a la gente y no pedía nada. Por entonces estaba en la cumbre de su fama, pero a él no le pesaba.

«Me contó que lo había elogiado Caruso, que luego de hacerse amigo de él, le aconsejó: «Nunca hagas lo que hacen los cantores de taparse con una bufanda para protegerse del frío. Salí a la calle como uno más. Cuando yo termino de cantar un acto de una ópera y salgo transpirado, me pongo delante de un ventilador». Y hablando de las irritaciones de la garganta le explicó: «No tomés pastillas, no tomés nada. Cuando sientas que estás mal de la garganta cortá un pedazo de jamón crudo, como un dado y masticalo. El salitre es lo que te va a hacer bien».

«Después de “Dandy” pasé dos años con Canaro y me entusiasmé con Irusta y Fugazot de hacer un trío. Debutamos en un teatro, solos, y tuvimos tres meses de éxito. Pero yo era un muchacho que se sentía músico, me gustaba lo que estábamos haciendo, pero a mí el pianito y los cantores me entusiasmaban hasta ahí no más.

«Entonces me preguntaron que quería hacer. Les dije que quería ir con un conjunto, quería tener músicos, escribir tangos. «Músicos argentinos no hay», me dijeron, y les contesté: «Yo voy a elegir todos los músicos argentinos que pueda». La cuestión que me rompí el alma haciéndolo todo solo y llego el momento que los reuní a todos. Entre ellos estaban Héctor Artola y Antonio Polito.

«De esta inquietud mía de tener músicos, de formar una orquesta que podría tener otra dimensión, surgió un espectáculo de una hora y media de duración con el que recorrimos el país (nota: Demare se refiere a España el debut se produjo en el teatro Maravillas, de Madrid). De lo que estoy más contento es de lo que hice para mi hermano Lucas a quien adoro. Él dice que de no haber sido por mí, no hubiera hecho cine nunca (se refiere a su hermano Lucas Demare, uno de los más importantes directores de cine argentino, con varias decenas de films realizados en su carrera).

«Cuando era pibe se vino a Europa detrás de la vieja, tocaba un poco el piano. Después se volvió a Buenos Aires y, al poco tiempo, se arrepintió de habernos dejado. Se puso a aprender el bandoneón. Como mi formación era de 15 personas bien podía incluirlo.

«Lucas lo fue a ver a Pedro Maffia para que le enseñara. «Yo toco el piano», le dijo. «El piano no tiene nada que ver con el bandoneón», le respondió Maffia. Algo aprendió y se vino a trabajar conmigo. Así, hasta que hicimos la película Boliche. Tardamos ocho meses en hacerla. Doblamos todo con el sistema de play-back, así que mi hermano se pasó como quince días mirando filmar entre toma y toma y le agarró el «fierro» del cine.

«Cuando nos fuimos a Cuba luego de hacer dos películas, Lucas no sabía cómo decirme que quería largar la orquesta. Yo volví a Buenos Aires en 1935. Pero él se quedó en España y lo sorprendieron las primeras escaramuzas de la guerra civil. Estaba en Barcelona y me contó que para salir a la calle a buscar alimentos tenía que envolverse en un colchón para protegerse de algún balazo.

«Fue ayudante en algunas películas, hasta que el cónsul recibió la orden de repatriar a todos los argentinos. Acá no conseguía trabajo, hasta que Canaro le propuso hacer una película para él. Así filmó Dos amigos y un amor, con Pepe Iglesias. Tenía 22 años, hizo otras y el salto lo pegó con una con el actor Luis Sandrini Chingolo. Después llegaron El viejo hucha y La guerra gaucha, ya tenía su fama.

«Estando en Barcelona con el conjunto, falleció nuestro hermano menor, un pibe de oro, no pude olvidarlo. En 1930 fuimos un año a La Habana. El argentino era muy bien recibido. El cubano era muy dado, muy alegre. Actuamos en un teatro muy chiquito, también hacíamos el Sans Souci, que era un cabaret alejado del centro, aquí tocábamos para que la gente bailara el tango.



«Pero en Cuba el tango no prendió tanto. Yo vi que la cosa andaba mal y decidí que nos acercáramos hacia la Argentina, éramos muchos y se hacía difícil ganar para el puchero. Me fui preparando para separarme de mis compañeros. Cada uno por su lado nos podíamos arreglar mejor. Fuimos a Haití, pero no había ningún entusiasmo. Nos llevaron a tocar a la embajada argentina, hicimos unos tangos y no pasaba nada. Después dijimos que bailaran, pero tampoco. Al final terminamos tocando pasodobles, entonces sí bailaron.

«Pasamos a Puerto Rico y Venezuela. En Caracas decidí separarme. Les dije que tenía miedo de correr el riesgo de fracasar. Nos quedaba Perú, y luego Buenos Aires. Pregunté quién quería seguir esa ruta y quién volver a Europa. Casi todos eligieron Europa. Quedamos los del trío.

«En Buenos Aires debutamos con gran éxito en el teatro Broadway, pero con la mala suerte que Roberto Fugazot, se accidentó en un ascensor que se vino abajo desde un tercer piso. Estaba con Juan Carlos Cobián y Enrique Cadícamo, pero sólo él se lastimó, se fracturó una pierna. Cuatro meses de yeso y se nos cortó el éxito. Cuando se recuperó trabajamos en el Monumental, pero era otra cosa.

«Era 1931, y nos empezamos a preguntar qué hacíamos. Decidimos volver a viajar, resulta que la Paramount de Paris, que contrataba a Gardel se interesó en nosotros, pero Fugazot —que era muy especial- no quiso: «No, no, nosotros no. Los americanos nos contratan por semanas, nos van a hacer filmar cuatro o cinco películas como chorizos, nos pagan equis dólares y... chau. Vamos a hacer la película que nos dé la gana y la producimos nosotros». Así fue que recalamos en España para filmar Boliche.

«Nos pusimos a trabajar rompiéndonos el alma. La filmación duró como 8 meses, dirigía Paco Elías, un español. Antonio Graciani era el libretista. Yo hacía el papel de un músico ciego, y mis compañeros hacían de cantantes. Las ocho o nueve canciones fueron todas «pegadas» mías. La película anduvo bien, pero no vimos un centavo, porque el señor distribuidor se quedó con todo. Se daba en un cine que estaba enfrente del que daba Luces de Buenos Aires, con Gardel, por lo que se enganchaba a la gente que salía de ver a Carlos. ¡Qué menera de ir mujeres! Se morían por verlo, pero él, personalmente era la discreción.

«Tenía sus mujeres pero nunca hacía bandera. Después hicimos Ave sin rumbo y más o menos pasó lo mismo. Nosotros, que éramos casi ídolos, allá no sabíamos ganar dinero. Nuestra juventud necesitaba de una persona mayor que manejara el negocio. Llegábamos a un teatro y el dueño decía: «Cincuenta por ciento, la mitad de los viajes o nada». ¡Así siempre!

«Por aquel tiempo hubo músicos que lucharon mucho con sus cosas, como Cobián, que estaba metido en los salones de la aristocracia. Pero el gran valor de entonces era Julio De Caro. Yo por mi parte había puesto los ojos en su hermano Francisco. A mí me encantaban “Flores negras” y “Loca bohemia”, yo seguí esa línea. Lo que lloré mucho tiempo fue no haber seguido estudiando música en Europa, a causa de la falta de tiempo por los compromisos adquiridos.

«En 1935 volví con Canaro. Hice con él comedias musicales, durante dos años. Yo las instrumentaba y dirigía. Después de eso decidí formar mi primera orquesta con la que debuté en 1938. Creo que fue el tiempo más feliz de mi vida como músico, era un equipo bien afiatado.

«Para elegir un cantor lo hacía por referencias. Entonces lo probaba. El primero fue un chico de Chivilcoy, que anduvo muy bien, Juan Carlos Miranda, no era muy tanguero, era más bien un «chansoniere». Después apareció Raúl Berón.

«Mi orquesta tuvo una vigencia de diez años. Un grupo muy bueno, no me interesaba el comercio, había una línea, un repertorio. Eso hacía que yo tuviera mi público. El trabajo empezó a aflojar en el '48. Se empezaba a perder la radio y el músico se daba cuenta que el atril no era un medio de vida con futuro. Entonces decidí trabajar con el piano, yo solo. Hice música para películas también.

«Pera mí, la época de oro del tango fue a partir de 1935, no comenzó exactamente en 1940. El porteño de hoy (1974) no conserva rasgos de aquel apasionado por el tango de mi época. El tango hay que entenderlo y eso ocurre por lo menos a partir de los 45 años de edad. Es cuando se empieza a ver que el tango tiene algo, cosas que él está viviendo y que empiezan a dolerle.

«Mis temas siempre los compuse solo. Me acuerdo una noche de 1931, estábamos los tres (Roberto Fugazot y Agustín Irusta). Me levanté, porque no podía dormir, y fui a la sala de música. Empecé a hurguetear entre los libros y encontré “Por el camino adelante”, de Joaquín Dicenta (hijo). Y lo musicalicé a las tres de la mañana.

«En España fue un éxito notable. Allí conocían los versos de Dicenta, decían que eran versos españoles con la música de las pampas. A mí me gustaba componer sobre textos ya realizados, tenía la facilidad. La mayoría de lo que hice con Manzi fue así.

«La música de “Malena” la hice en no más de 15 minutos. Manzi me había entregado los versos unos diez días atrás. Pensé: «Esta noche va a venir Manzi y por lo menos le voy a decir como empieza el tango». Entonces me senté en un café y lo escribí de corrido, sin pulir y sin cambiar nada. Fue en el verano de 1942, en El Gran Guindado,un bar de Acevedo y Libertador, frente al zoológico, ya lo tiraron abajo.

«Manzi era una persona de una gran perfección, era músico escribiendo. No escribía cualquier cosa. Algo muy característico en él era que primero colocaba el título y después hacía el poema. Teniendo el título lo demás caminaba. Y tenía otra condición, hoy ponele, escribía la letra de “Sur” y mañana se olvidaba, tenía que hacer otra cosa. Homero tuvo esa cosa de ternura, de imagen cálida, el hombre que siempre embelesó a la mujer, le cantó loas, no terminaba nunca cuando le decía algo a una mujer. Yo lo conocí cuando estaba en la política, con los radicales, en el '46 haciendo la campaña para Crisólogo Larralde. Después se volvió al peronismo. A veces uno se lamenta de que las cosas se nos escapen de las manos, que alguien se enferme, se muera. Pero se siente bien por no haber usado nunca a esa gente.

«Con Discépolo nunca hice nada. Un día le dije: «¿Cuándo hacemos un tango juntos?». Me contestó: «Ya mismo, dame la música». Le dije que él me tenía que dar la letra y me contestó: «No. A mí si no me das una música no puedo». Entonces me canturreó “Chorra” y agregó: «¿Vos concebís que yo haya hecho primero la música?...». Tampoco pude hacer nada con Celedonio Flores.

«El tango tuvo cantores notables aparte de Gardel. Por ejemplo, Corsini, yo encontraba defectos en él, pero tenía una gran personalidad. Abría la boca y era Corsini. Se discutía si Gardel o Corsini, como se discutía River o Boca. Los hinchas de cada uno no toleraban oir hablar del otro. Lo mismo la modalidad de Magaldi, ellos fueron los monstruos de la canción. Algunos se quedaron, como pasó con Antonio Rodríguez Lesende, decía muy bien el tango, pero no tuvo la suerte del micrófono, ni conoció la televisión, pero al oírlo se podía decir: «Acá hay un cantor».

«Cuando dejé mi orquesta toqué en muchos boliches. Vi que estaba rodeado de gente que me seguía y no lo supe captar comercialmente. Inauguré Cambalache, con Tania, tenía mis amigos y ella los suyos. Tocaba hasta las cinco de la mañana como si el negocio fuera mío, pero yo era nada más que un empleado de ella. Dos años después hice una intentona para tener un local propio de tango, en la calle Cangallo (actualmente General Perón) y Libertador. Fui con Mercedes Simone. A los pocos meses se enfermó y le compré su parte con unos socios. Pero estos me defraudaron. Luego nació Malena al Sur, en 1969. Me dio muchas satisfacciones después del trabajo que me demandó. Hice de albañil, fui un obrero más. Desde el comienzo anduvo bien, hasta hoy. La gente va a escucharme y también a charlar conmigo.

«A mí, la época de París, los primeros pasos, me parecen ahora un sueño nada más. También los diez años de mi orquesta. Creo que hay entre mis cosas algunas rescatables: “Mañanitas de Montmartre”, “Sentimiento tanguero”, “Sorbos amargos”, “Malena”, “Solamente ella”. Sigo escribiendo y tenía muchas cosas inéditas. Nunca voy a poder separarme de la música y soy feliz por eso.»