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Por
Jorge Alberto Sabato
La voz invicta de Carlos Gardel
e ocurrió hace cuarenta años en Rojas (provincia de Buenos Aires), mi pueblo natal: iba a "hacer los deberes" a la casa de un pibe amigo cuanto atravesó corriendo la plaza un canillita que venía de la estación y gritaba: "¡Llegó la «Crítica», con la muerte de Gardel".
Me ocurrió hace quince años en Mayagüez, una pequeña ciudad del interior de Puerto Rico: asistía a un Simposio de Energía Nuclear, cuando escuché tararear "
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" a uno de los mozos que nos servía café. Lo interrogué y me contestó que era admirador de Gardel y que en Mayagüez todos lo eran, porque allí "había cantado por última vez, antes de ir a morir a Medellín". Más: me invitó a ir a visitar el teatro donde había cantado.
Fuimos, y no sólo me mostró el teatro sino también el hotel, desde cuyo balcón, a medianoche, Gardel cantó para el público congregado en la plaza.
Lo más sorprendente es que el mozo tenía apenas 25 años pero "sabía todo porque me lo contó mi padre, que estuvo esa noche en la plaza". Y un último detalle: la radio local de Mayagüez, transmitía diariamente, en 1960, una hora de discos de Gardel.
Me ocurrió hace nueve años, en un cine de la calle 42 de Nueva York: entré a ver "
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" y me encontré con la sala llena de hispano-parlantes (portorriqueños, cubanos, dominicanos, colombianos, españoles, peruanos, mexicanos y hasta argentinos) que seguían como en misa las andanzas del Morocho en la pantalla y se estremecían cuando oían sus tangos.
Me ocurrió apenas hace cinco semanas en Caracas (Venezuela): uno de los grandes matutinos publicó, en primera página de la segunda sección, a dos columnas y con fotografías, una crónica detallada de lo que había sido el debut triunfal de Gardel en esa ciudad, episodio que había ocurrido hacía varias décadas y que se describía con el entusiasmo de algo que estaba todavía vivo.
Son, claro está, cuatro episodios intrascendentes, pero también son cuatro expresiones significativas de un mito que no cesa. Seguro que todos pueden narrar anécdotas semejantes, porque ya sabemos que Gardel es una presencia cotidiana, algo que forma parte del orden natural de las cosas. Pero, ¿por qué en Buenos Aires y en Chivilcoy, en Tucumán y en Bariloche, en Quito y en La Habana, en Medellín y en Santiago de Chile, en Lima y en Los Ángeles? Y sobre todo, ¿por qué todavía, cuándo sólo nos quedan borrosas copias de aquellas películas tan primarias y discos obtenidos de fatigadas matrices que no fueron técnicamente buenas ni en su nacimiento?
No estoy calificado para explicar enigma tan complejo, que ha convocado a ensayistas y antropólogos, historiadores y sociólogos, poetas y prosistas, eruditos y charlatanes. Desde una antigua militancia gardeliana sólo quiero arrimar a la discusión un par de sospechas y también afirmar una cierta certeza.
Sospecho, en primer lugar, que su éxito en el resto de América Latina, entonces y ahora, tiene mucho que ver con el hecho de que sea Gardel al primer latinoamericano que conquista el mundo, gracias a que esos tres inventos mágicos -la radio a galena, la victrola a cuerda y el cine "sonoro, hablado y cantado"- lo llevan por todas las latitudes.
Sospecho en seguida que su éxito entre nosotros, entonces y ahora, está vinculado a que él es el Hombre de Buenos Aires, por lo que el porteño que busca su autenticidad que se acerca a si mismo, encuentra irremediablemente a Gardel, el protagonista central del tango, que es la expresión popular más auténtica a la soledad del hombre de la ciudad.
Tras estas sospechas, la certeza, que es por cierto una trivialidad, aunque olvidada por muchos en sus sesudos análisis socio-político-económicos: la de que su éxito, aquí y en todas partes, se fundamenta primordialmente en su voz. Y no me refiero tanto a sus características estrictamente musicales, condición necesaria pero no suficiente, como a la forma en que Gardel utiliza instrumento tan admirable. Como él le pone voz al tango, es uno de sus más legítimos padres, y entonces verdaderamente lo recrea, a un nivel muchas veces superior al de los que le pusieron letra y música.
Esto se prueba de manera terminante, no en los grandes tangos -que se defienden solos-, sino en aquellos cuya cursilería y ramplonería los condenarían irremediablemente al más definitivo de los olvidos si no fuera por Gardel que, hipnotizando a su audiencia, los hace pasar por buenos cuando estrictamente no son más que basura.
Los ejemplos sobran, pero vayan dos que Gardel interpreta admirablemente y que son lamentables:
Arrésteme sargento
y póngame cadenas,
si soy un delincuente
que me perdone Dios.
y
Como tose la obrerita,
por las noches tose y sufre
por el cruel presentimiento.
En el sentido más estricto, tangos como éstos sólo existen cuando los canta Gardel.
Por eso, ante tanta maestría, Enrico Caruso, que algo entendía de este asunto, le dijo alguna vez: "Usted tiene una lágrima en la garganta".
Es esa voz, esa voz invicta, la que sustenta legítimamente su triunfo de siempre.
Publicado en
La Opinión
, Buenos Aires, 24/6/1975.
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