Por
Antonio Requeni

El nombre de "Los Inmortales"

n la angosta calle Corrientes de principios de siglo, entre el 920 y el 924 de la actual numeración, abría sus puertas el Café Los Inmortales. El local, no muy grande, estaba pintado de verde y en la fachada lucía una amplia vidriera. Funcionaba durante el día y la noche y servía unos suculentos desayunos por 15 centavos que frecuentemente hacía las veces de almuerzo o cena a los «inmortales»; poetas, dramaturgos, críticos, novelistas, músicos, pintores, periodistas y cómicos, consagrados y neófitos, que «tomaron posesión definitiva del salón por simple prescripción del asiento ocupado, pagaran o no su consumición, oblada a veces con música de palabras en dinero de la fantasía». Según evocó Vicente Martínez Cuitiño en su libro El Café de los Inmortales.

Roberto F. Giusti, Bernardo González Arrili y Edmundo Guibourg, que fueron parroquianos del café y nos narraron hace años sus recuerdos, coincidieron en señalar que las peñas más importantes de Los Inmortales estaban integradas por gente de teatro. Guibourg, que concurrió por primera vez a fines de 1910, poco después de la muerte de Florencio Sánchez, nos confesó que lo hizo por devoción al gran autor rioplatense —figura capital de esas tertulias—, atraído por el testimonio que de él podían darle quienes habían sido sus amigos y el hermano del autor de En familia, Alberto Sánchez, también autor de teatro que seguía yendo a aquel café situado entre las calles Suipacha y de las Artes (hoy Avenida Carlos Pellegrini).

Giusti, frecuentador del café antes que Guibourg, nos confirmó la noticia de la presencia, todas las noches, de Florencio Sánchez —quien redactó en las mesas de Los Inmortales—, al dorso de formularios de telegramas sustraídos en el correo, los actos de muchas de sus obras, así como las de Antonio Monteavaro, Evaristo Carriego (había escrito una obra teatral y buscaba empresario), el cuentista uruguayo Javier de Viana, el crítico catalán Juan Mas y Pi; Edmundo Calcagno, anarquista que abjuró de su militancia para desempeñar el consulado en Barcelona y luego la secretaría de prensa durante el gobierno del general Justo; más anarquistas como el uruguayo Angel Falco y el argentino José González Castillo; el periodista Juan José de Soiza Reilly y otros.

Después de asegurar que no era una peña la que se formaba en Los Inmortales sino «un archipiélago de peñas», sostuvo que la leyenda ha exagerado sus empresas literarias.

Guibourg nos pormenorizó la actividad y los nombres representativos de cada una de esas peñas; una estaba formada por artistas plásticos y la acaudillaba el escultor Pedro Zonza Briano. Asistían entre otros López Naguil, Malharro, Arango, Maza, Lagos, Franco, Garbarini, Fioravanti, el Mono Taborda, Riganelli y un mediocre pintor español llamado López Turner, a quien el encargado del café protegía y auxiliaba con un plato de sopa cuando el artista daba muestras de desfallecimiento. Fueron tantas esas oportunidades que terminaron llamando a López Turner «el pintor de la buseca».

En otra mesa se reunían los políticos (radicales y socialistas) Perkins, Absalón Rojas, Felipe Torcuato Black, Elpidio González (a veces iba en alpargatas), Alfredo Palacios, el uruguayo Emilio Frugoni y el tucumano Mario Bravo.

En otra mesa los anarquistas Alberto Ghiraldo, José de Maturana, Julio Barcos, Emilio Carulla y los antes nombrados por Giusti. Algunos de estos anarquistas eran además poetas o autores teatrales, por lo que se los veía alternar en las mesas de sus compañeros de gremio. Guibourg recordó, entre esos contertulios ambivalentes, a Rodolfo González Pacheco.

«Era un niño bien que se esforzaba por parecer un compadre —nos dijo—. Después de vivir en un ambiente de familia acomodada, se hizo anarquista. Siempre había usado sombreros Stetson y los siguió comprando después de su "conversión", pero entonces, antes de ponérselos, los refregaba contra una mesa hasta hacerlos un estropajo».

Había también una peña de profesores, viejos carcamanes que alternaban Los Inmortales con El Guarany y de la que a veces participaba el autor dramático Francisco Fernández, así como una peña de gente del foro, en la que se destacaba un abogado de apellido Solari, autor con el seudónimo de Doctor Lyers, del libro titulado La mala vida en Buenos Aires.

Pero la peña más numerosa y bullanguera fue la de los hombres de teatro, en la que oficiaba de conciliador José González Castillo. Además de los hermanos Sánchez, concurrían Vicente Martínez Cuitiño, Enrique García Velloso, Carlos Mauricio Pacheco, Federico Mertens, José de Maturana, Enrique Villarreal, Claudio Martínez Payva, Francisco Ducasse, Alberto Novión, Pascual Carcavallo, Ivo Pelay, Alfredo Lliri, Ángel Méndez, César Iglesias Paz, Antonio De Bassi, el binomio Goicoechea y Cordone, Alberto Vacarezza, Luis Bayón Herrera, Julio Sánchez Gardel y José Antonio Saldías.



Algunas noches se les unían, arrimando uno a más mesas, poetas y prosistas: Evaristo Carriego, siempre de negro, como Ghiraldo; Alvaro Melián Lafinur, al que llamaban «el prócer»; Enrique Banchs, Juan Pedro Calou, Roberto F. Giusti, Alfredo Bianchi; Juan Pablo Echagüe, Hugo de Achával, Natalio Botana, Alberto Gerchunoff, Charles de Soussens, Roberto J. Payró, Luis Doello Jurado, Edmundo Montagne, Andrés Chabrillón, Bernardo González Arrili, Domingo Robatto, Héctor Pedro Blomberg, el payador Federico Carlando, el lunfardista Juan Francisco Palerino y el vizconde Emilio de Lascano Tegui (falso vizconde). Con ese grupo se sentó más de una vez una mujer, la primera que hizo entre nosotros vida de café y la primera también que se animó a fumar en público: Angela Tesada, actriz uruguaya que Martínez Cuitiño definió como «lindo demonio sedante» y a la que se atribuía una relación sentimental con José Ingenieros.

Otro curioso personaje que llegaba de vez en cuando a esa peña, alborotándola con chispeante alegría y salidas ingeniosas, era un tucumano que había vivido su juventud en París, de nombre Alberto Zavalía, autor de música de cámara. Guibourg lo recordó como «el jefe de la bohemia más zaparrastrosa».

Un dato interesante: Carlos Mauricio Pacheco escribió en 1909 una obra satírica titulada Los melenudos, cuyo último acto transcurre en "Los Inmortales". En el sitio donde estuvo el célebre local, ocupado hoy por la sastrería Cervantes, se colocó en 1951 una placa recordativa que años después desapareció. En su lugar hay otra placa dedicada al músico Pedro Laurenz, que vivió muchos años en el edificio lindero.

El Título

En realidad, el Café Los Inmortales nunca ostentó ese nombre en parte alguna del edificio. Pero lo que todavía no se ha dilucidado es quién lo bautizó con ese título. Enrique García Velloso ha dicho que fue Rubén Darío. Martínez Cuitiño, en su famoso libro, asegura que fue Florencio Sánchez, lo que parecería confirmado por los recuerdos de León Desbernats, el francés que regenteaba entonces el local, según se lo confió al periodista Edmundo Kraken —seudónimo de Gerónimo Jutronich— en el curso de un reportaje publicado por la revista Vea y Lea, el 18 de febrero de 1960 (Desbemats contaba entonces 83 años).

Por su parte, Alberto Gerchunoff ha dejado unos apuntes sobre el café en los que informa ser él y no Sánchez el responsable de la afortunada ocurrencia. El pintor Kantor, yerno del autor de Los gauchos judíos, publicó parcialmente esos apuntes en los que se lee: «Los jóvenes de la revista y otros escritores se reunían en un café de la calle Corrientes, junto al teatro Nacional, llamado Santos Dumont, cuyo dueño era un francés rubio y flaco. Yo bauticé el café con el nombre Los Inmortales y a su dueño con el nombre de Monsieur Guimaraes. El buen hombre aceptó su nuevo apellido con tanta conformidad como aceptó el nuevo rótulo para su café, y en 1914, cuando se fue a la guerra, solía escribirme desde las trincheras firmando Mr. Guimaraes. En Los Inmortales nos reuníamos a diario Payró, Becher, Ortiz Grognet, los pintores Malharro y Arango, Mario Bravo, Alfredo López, Grandmontagne, Ricardo Rojas y Lugones».

Cabe destacar otra disensión entre los recuerdos de Gerchunoff y los de Martínez Cuitiño; este último afirma que Lugones jamás pisó Los Inmortales, lo que confirmó González Arrili, cuando nos aseguró, además, que tampoco Ricardo Rojas puso nunca los pies en ese local. Pero aún queda en suspenso otra incógnita: el verdadero nombre del establecimiento. Hemos visto que Gerchunoff, al igual que otros protagonistas y testigos, lo recuerda como Santos Dumont.

Sin embargo, don León Desbernats relató al periodista de Vea y Lea, en el reportaje aludido, que el café se llamaba Brasil. La confusión se debe, seguramente, a que en la vidriera se exhibía un retrato del aviador brasileño Santos Dumont, cuyo nombre había sido adoptado, además como marca del café que allí se vendía.

Resultará ilustrativo recordar otros fragmentos de aquella entrevista realizada por el periodista Jutronich en la quinta que en 1960, poseía don León en San Miguel, a la que había denominado El Recuerdo:

«Don León llegó a la Argentina en 1892, cuando aún no había cumplido 15 años. Trabajó de colchonero —como su padre— y fue empleado de Gath & Chaves, donde vendía corbatas. En 1905 trabajaba en la tienda cuando le ofrecieron, por 90 pesos mensuales, la gerencia del Café Brasil, propiedad entonces de Calixto Milano. Don León impuso como condición hacer algunas reformas; éstas se hicieron en ocho días y costaron 900 pesos.

«Modificó la fisonomía del café y mejoró el servicio. Aparte de la venta de café en el mostrador, no se servía en las mesas otra cosa que café con leche. Nada de bebidas alcohólicas o sin alcohol, aunque más tarde, don León conservó alguna botella de grapa o caña destinada a unos pocos preferidos, entre los que se contaba Charles de Soussens.

«Un día —narró el francés— entraron unos estudiantes con mucho apetito y sin un centavo. Confesaron al mozo que los atendió que no tenían dinero y pidieron crédito para tomar un «completo» cada uno de ellos (café con leche y pan con manteca). El mozo transfirió el problema a don León y éste se acercó, sonriente como siempre, a la mesa de los hambrientos muchachos. «Pueden servirse y volver. Paguen cuando tengan. Y no dejen de hacer propaganda a la casa». Los estudiantes volvieron muchas veces. Algunos pagaron sus deudas y otros quedaron para siempre deudores. Pero todos hicieron propaganda. El Café Brasil dejó de mostrar apariencias de desierto y, poco a poco, a la vista de las mesas ocupadas, los empleados de la zona comenzaron a confirmar las excelencias del "completo". A los dos meses, los "llenos" se repetían a diario y el ruinoso negocio que don León había tomado en sus manos marchaba viento en popa.

«Posteriormente aparecieron, hambrientos y tímidos los primeros Inmortales, que pudieron haber sido Florencio Sánchez o Evaristo Carriego, Héctor Pedro Blomberg o Mario Bravo, Carlos Mauricio Pacheco o Juan Pedro Calou. Don León no lo recuerda exactamente porque entonces no los conocía, ni sospechaba que asistía a la formación de un nuevo y pequeño grupo olímpico. Pero es posible que los primeros hayan sido Florencio Sánchez o Carriego, por quienes el gerente mostró siempre predilección y a los que invitaba con frecuencia a comer reparadores pucheros en un restaurate vecino, abierto por un catalán con dinero ganado con la grande de la lotería y perdido por las artes tramposas de un mal socio.

«La gloria del café creció y vio desfilar después por su salón a las figuras internacionales que visitaron Buenos Aires en el año del Centenario y hasta 1916. Allí tomaron café Jacinto Benavente, Enrico Caruso, Tita Ruffo, Jean Jaurés y Ramón del Valle Inclán. Don León dejó Los Inmortales el 30 de mayo de 1915 y partió para Francia a pelear en la guerra iniciada un año antes. En 1919 fue desmovilizado y volvió a la Argentina. Se empleó de nuevo en Gath & Chaves como vendedor de perfumería y luego de juguetería, hasta que renunció. En 1920 trabajó en la casa de café A los Mandarines, a la que contribuyó a dar considerable impulso comercial. En 1938 viajó de nuevo a Francia y regresó después de la guerra, en 1946».

Anécdotas

Martínez Cuitiño, que incluyó en su libro sobre Los Inmortales, según Giusti, «hasta a los que pasaban por la vereda de enfrente», ha narrado muchas anécdotas ocurridas en el legendario café, entre ellas una de trascendencia para la gente de teatro: en 1910 surgió en la peña teatral de Los Inmortales, la iniciativa de formar una sociedad de autores, materializada poco después en casa de García Velloso, «para defender el ideal artístico y los intereses del autor». Aquella primera agrupación fue el germen de la actual ARGENTORES. También nació en Los Inmortales la idea de crear un instituto nacional para cursar estudios de arte dramático, vale decir lo que es hoy el Conservatorio Nacional de Música y Arte Escénico.

En Confidencias de un hombre de teatro, Federico Mertens informa que en Los Inmortales se fundó la revista Vida Moderna, de Arturo Giménez Pastor, y allí también se gestó Papel y Tinta que dirigieron Benjamín Villalobos y Edmundo Calcagno.

«A un café por cabeza —memoró el autor de Las d'enfrente— repartidos en diversas mesas, permanecíamos hasta los albores del día leyéndonos, en consulta, cuando escribíamos y preparábamos. Escena por escena, verso por verso, capítulo por capítulo, iban surgiendo la comedia, el poema, la novela. O bien comentábamos el movimiento bibliográfico y teatral o los artículos de fondo de «la tribuna de doctrina» escritos por Joaquín de Vedia. Espantábamos con nuestra bulla a los parroquianos pacíficos y a cuanto hortera de A la Ciudad de Londres, gran tienda ubicada en la esquina de Carlos Pellegrini y Corrientes, iba allí a dilucidar modas y a charlar sobre muselinas y madapolanes. Y, por fin, quedábamos dueños exclusivos del baluarte, fundiendo al pobre dueño de Los Inmortales, sacrificándolo en su tolerancia de mecenas».

El poeta Mario Binetti nos contó una anécdota que le fue referida por Rafael Alberto Arrieta. Una noche coincidieron en una mesa de Los Inmortales dos jóvenes poetas que se repartían en ese momento el favor de dos grupos opuestos de lectores. Uno era Evaristo Carriego y el otro Enrique Banchs. Ambos habían sido revelados por la revista Nosotros hacia 1907 y venían perfilándose, cada uno dentro de su estilo y personalidad, como los más valiosos líricos de su generación. Invitados a leer cada uno de ellos un poema, el fino y mesurado Banchs leyó los octosílabos de su bello "Romance de la prefiadita", que recogió después en El cascabel del halcón.

Mañanita era de Mayo...
Le doliera el corazón:
como niña recatada
esta cuita bien guardó.


Evaristo Carriego —a estar por la versión de Arrieta, evocada por Binetti—, interrumpió la lectura con un exabrupto y después de impugnar el «tufillo hispánico» del romance, se puso a recitar una de sus composiciones de corte realista y expresiones arrabaleras. Enrique Banchs se retiró de la mesa y nunca más volvió a Los Inmortales.

Y una última anécdota relacionada con el mítico café. Se hallaba un día Gerchunoff sentado a una de sus mesas cuando se le acercaron varios jovencitos no muy leales a su sexo. Después de manifestar al autor de La asamblea de la bohardilla cuánta era la admiración que por él sentían, le confesaron que ellos también poseían inclinaciones literarias y que antes de lanzarse a escribir libros habían decidido reproducir sus versos y prosas en una revista que se proponían fundar. Tenían el material y el dinero para dar a la imprenta. Habían resuelto los problemas de diagramación, tipografía, etcétera, pero no encontraban un título adecuado para la publicación. Gerchunoff tenía fama de "nombrador" (él fue quien bautizó la revista Nosotros, de Giusti y Bianchi, tomando el nombre del título de una novela inconclusa de Payró, y se atribuyó, asimismo, como lo hemos visto, la paternidad del nombre de Los Inmortales). Aceptó pues el compromiso ante los ambiguos muchachos —cuyas palabras habían sido expresadas con ademanes entre afectados y melífluos— y después de unos segundos de silencio exclamó: «¡Ya está!». Los jóvenes, ansiosos, expectantes, se hallaban pendientes del nombre que pronunciaría el maestro. «Creo que el título debe ser Los Anales...»

Antonio Requeni es escritor y periodista. Variados estilos completan su obra litetaria; obtuvo los primeros premios Municipal de Poesía y Municipal de ensayo Ricardo Rojas, por Línea de Sombra y Cronicón de las peñas de Buenos Aires, respectivamente. En literatura infantil obtuvo el tercer premio Nacional por su libro El Pirata Malapata.

Publicado en Desmemoria, Re-vista de Historia, nº 5, Buenos Aires, octubre-diciembre de 1994.