Eche otra güelta, mozo, de caña doble y en vaso grande;
pa' ver sí de una china que se ha juido puedo olvidarme.
Era una buena moza, de ojos grandotes y güenas carnes.
Una morocha de esas que aquí en el campo no ha visto naide.
Su voz era tan dulce que era la envidia de los zorzales.
Sus trenzas eran tan negras, mucho más negras que el azabache,
de un color que la noche vestiría si se enlutase.
Y en su boquita fresca se perfumaba la flor del aire.
Mi rancho era la gloria; yo el más dichoso de los amantes.
Y Dios nos dio un hijito, pa' que mis dichas se desbordasen.
Lo güeno dura poco, cuando del campo volví una tarde,
con unas ansias locas de llegar pronto, pa' tomar mate.
Hallé el rancho vacío, muertas las brasas, revuelto el catre.
Y en la cuna, la pobre criaturita llorando de hambre.
Un papel que había escrito, sobre la mesa, me dio detalles:
"Adiós! Te dejo el chico; me voy con otro pa' Buenos Aires".
Malditas las mujeres que tienen hijos y que los hacen.
¡Pa' que parezcan guachos, siempre ignoran quien fue su madre!
Se me anubló la vista, como si el mundo se me acabase.
Le eché mano a la daga, que se movía pidiendo sangre.
Pero del angelito santo los llantos como si hablasen
y me dijesen: "¡Tata! ¡Te necesito... Vení, cuidame!".
Y es cierto. No merece la muy perdida que yo la mate,
y que por culpa suya pudra mis huesos en una cárcel.
No hay ley que castigue; ¡se estará riendo la miserable!...
Por eso chupo. Mozo, traiga otra caña, quiero mamarme...